Antes se decía que los cosmólogos –científicos que estudian el universo en su conjunto– se equivocaban a menudo, pero no dudaban nunca. Ahora se equivocan menos, pero sus dudas han crecido tanto que ocupan todo el firmamento. Tras décadas de investigación, con telescopios cada vez más potentes, detectores de luz y super­ordenadores, ahora pueden afirmar con un grado aceptable de certeza que el universo nació hace 13.820 millones de años, probablemente como una burbuja de espacio no más grande que un átomo. Por primera vez han cartografiado la radiación cósmica de fondo –luz emitida cuando el universo tenía solo 378.000 años de edad– con una precisión superior a un 0,1%.

Pero también han llegado a la conclusión de que todas las estrellas y galaxias que vemos en el cielo constituyen solo el 5 % del universo observable. El resto, la mayoría invisible, es materia oscura (un 27% del total) y energía oscura (un 68%), y las dos son un misterio. Se cree que la materia oscura es lo que da forma a las resplandecientes láminas y filamentos de galaxias que componen la estructura a gran escala del universo, aunque nadie sabe muy bien en qué consiste exactamente. La energía oscura es aún más enigmática. El término, acuñado para designar el factor que está acelerando la expansión del universo, ha sido descrito como «una etiqueta que engloba todo lo que ignoramos acerca de las propiedades a gran escala de nuestro universo».

Los primeros indicios de la omnipresencia de la materia oscura surgieron en la década de 1930 a raíz de las observaciones del astrónomo suizo Fritz Zwicky, quien midió la velocidad con que las galaxias del cúmulo de Coma, a 321 millones de años luz de la Tierra, orbitan el centro de dicha agrupación galáctica. Según sus cálculos, a me­nos que el cúmulo tenga una masa mucho mayor que la que es visible, sus galaxias habrían tenido que dispersarse en el espacio hace mucho tiempo. En opinión del astrónomo, el hecho de que el cúmulo de Coma haya permanecido unido durante miles de millones de años solamente puede significar una cosa: «que la materia oscura está presente en el universo en densidades mucho mayores que la materia visible». Investigaciones posteriores han indicado que las galaxias ni siquiera se habrían formado si la gravedad generada por la materia oscura no hubiera aglutinado los materiales primordiales cuando el universo era joven.

La materia oscura no puede ser simplemente materia normal difícil de observar, porque ese tipo de materia no existe en cantidad suficiente. Seguramente hay en el universo billones de objetos muy tenues de materia normal –por ejemplo, agujeros negros, estrellas enanas, nubes frías de gas y planetas errantes expulsados de sus sistemas estelares originales–, pero en ningún modelo verosímil tienen una masa cinco veces superior a la de todos los cuerpos luminosos juntos. Por eso los científicos piensan que la materia oscura debe estar hecha de materiales más exóticos. Los teóricos que trabajan en el campo de la física cuántica supersimétrica han postulado muchas variedades de la materia que hasta ahora no han sido observadas. Cabe la posibilidad de que una o más de esas variedades resulten ser la materia oscura buscada. Pero los resultados experimentales obtenidos recientemente en el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, cerca de Ginebra, han descartado algunas versiones de la supersimetría. Así pues, en lugar de especular sobre la identidad exacta de la materia oscura, la mayoría de los científicos se centra en la búsqueda de las llamadas WIMP (siglas en inglés de weakly interacting massive particles, «partículas masivas que interactúan débilmente»).

La prueba de que la materia oscura interactúa muy débilmente no solo con la materia normal, sino consigo misma, ha surgido a 3.000 millones de años luz de la Tierra, en el cúmulo Bala, que en realidad son dos cúmulos de galaxias en colisión. Los astrónomos que cartografiaron el cúmulo Bala con ayuda del Observatorio de Rayos X Chandra de la NASA hallaron grumos masivos de gas caliente en el centro, que atribuyeron a colisiones de nubes de materia normal. Pero cuando estudiaron el campo gravitatorio del cúmulo Bala, descubrieron otras dos grandes concentraciones de masa, una por cada cúmulo original, alejadas ambas del centro de la colisión. Concluyeron que si bien las estructuras de materia normal de los dos cúmulos están chocando entre sí y fusionándose con violencia, los pesados cargamentos de materia oscura navegan hacia el centro de la catástrofe sin participar en el choque ni sufrir perturbación alguna.

La escasa tendencia a la interacción de la ma­teria oscura hace que sea muy difícil de observar, aunque, como creen algunos científicos, sea tan común que a cada segundo atraviesan nuestros cuerpos miles de millones de esas partículas. Los detectores de materia oscura que funcionan en la actualidad son artilugios de avanzada tecnología, semejantes a huevos de Fabergé, fabricados para deleite de futuros arqueólogos.

Uno de ellos, el Espectrómetro Magnético Alfa, instalado sobre la Estación Espacial Internacional, busca indicios de colisiones entre partículas de materia oscura cerca del centro de nuestra galaxia. Pero la mayoría de los detectores intentan captar interacciones entre partículas de materia oscura y materia normal en la Tierra. Se instalan en las profundidades subterráneas para minimizar la intromisión de partículas de alta velocidad de materia normal procedentes del espacio. Algunos consisten en un conjunto de cristales superenfriados o en un tanque de xenón o de argón líquido rodeado de detectores y de multitud de capas de materiales protectores, desde polietileno hasta cobre o plomo.

El Large Underground Xenon, el detector más sensible de su clase, se encuentra en Lead, Dakota del Sur, enterrado a unos 1.500 metros de pro­fundidad. Empezó a funcionar en 2013, pero sin ningún resultado positivo. Ahora ha reanudado la búsqueda, con más sensibilidad. Otros experimentos han arrojado indicios poco claros y ninguno ha encontrado pruebas concluyentes de materia oscura. El Gran Colisionador de Ha­­drones, que volverá a funcionar en 2015 tras un cierre temporal por obras de mantenimiento y mejora, puede que alcance niveles de energía suficientemente altos para producir partículas de materia oscura. Pero es muy difícil calcular las probabilidades de éxito, porque las masas de las partículas buscadas se desconocen. La caza de las WIMP no es para propensos al desánimo.

"El misterio más profundo de la ciencia"

Pero el enigma de la materia oscura, por arcano que parezca, es casi prosaico comparado con el misterioso fenómeno de la energía oscura, que para el físico Steven Weinberg es «el proble­ma central de la física» y para el astrofísico Michael Turner, «el misterio más profundo de la ciencia».

Turner acuñó el término «energía oscura» en 1998, después de que dos equipos de astrónomos anunciaran que el ritmo de expansión del universo parecía estar acelerándose. Los astrónomos llegaron a esa conclusión tras estudiar una clase particular de explosiones estelares que son lo bastante brillantes para ser observadas incluso a enormes distancias y cuyo brillo es suficientemente constante para servir como referencia para el cálculo de la distancia de galaxias remotas. La mutua atracción gravitatoria que ejercen todas las galaxias entre sí frena la expansión del universo, por lo que era de esperar que dicha expansión se estuviera ralentizando. Sin embargo, los astrónomos descubrieron justo lo contrario. El universo se está expandiendo cada vez más deprisa y lo viene haciendo desde hace 5.000 o 6.000 millones de años.


Hoy los observadores están cartografiando el universo con una precisión sin precedentes para saber cuándo surgió la energía oscura y averiguar si desde entonces ha ejercido una fuerza constante o bien esta ha ido en aumento. Tienen la ventaja de poder contemplar el pasado –cuando un investigador observa una galaxia situada a miles de millones de años luz de la Tierra, la ve tal como era hace miles de millones de años–, pero están limitados por la capacidad de sus te­­lescopios y detectores digitales. Hoy, como en el pasado, necesitaremos mejores equipos si quere­mos escribir una historia del cosmos más exacta.

A esa necesidad ya han respondido proyectos como el Estudio Espectroscópico de Oscilación Bariónica (Baryon Oscillation Spectroscopic Survey), que utiliza un telescopio de 2,50 metros instalado en Nuevo México para medir distancias cósmicas con una precisión sin precedentes del 1 %. Mientras tanto, el Estudio de la Energía Oscura (Dark Energy Survey), que emplea el telescopio Víctor M. Blanco de cuatro metros instalado en los Andes chilenos, recoge datos de 300 millones de galaxias. El telescopio espacial Euclides, de la Agencia Espacial Europea, cuya puesta en órbita está prevista para 2020, está diseñado para efectuar mediciones precisas de las dinámicas cósmicas de los últimos 10.000 millones de años. También suscita muchas expectativas el Gran Telescopio para Rastreos Sinópticos (LSST), actualmente en construcción en el norte de Chile: un instrumento de 8,40 metros equipado con la mayor cámara digital de la historia, que está previsto capte incesantemente imágenes de las profundidades del universo observable y que cubra el cielo nocturno de to­das las regiones australes hasta diez veces al mes.



Con ese tipo de instrumentos, los cosmólogos esperan reconstruir la aparición e influencia de la energía oscura mediante la medición directa del ritmo de expansión del universo a lo largo del pasado. Puede estar en juego nada menos que el futuro del universo… y de su estudio. Si vivimos en un «universo desbocado» cada vez más dominado por la energía oscura, entonces la mayoría de las galaxias se alejarán hasta perderse de vista unas de otras, y los cosmólogos del futuro lejano solo podrán observar sus proximi­dades más inmediatas y la negrura del espacio.

En un futuro más cercano, la comprensión de la energía oscura exigirá probablemente una transformación radical de nuestra concepción del propio espacio. Durante mucho tiempo se creyó que en el espacio entre las estrellas y los planetas no había absolutamente nada. Aun así, Isaac Newton admitió que era muy difícil entender cómo la gravedad lograba mantener a la Tierra girando alrededor del Sol si el espacio entre am­bos estaba completamente vacío. En el siglo XX, la teoría cuántica de campos vino al rescate, al demostrar que el espacio nunca está realmente vacío, sino impregnado de campos cuánticos. Los protones, electrones y otras partículas a menudo descritas como los «ladrillos» de la materia son excitaciones de los campos cuánticos. El espacio parece vacío cuando los campos se mantienen próximos a sus niveles mínimos de energía. Pero cuando los campos se excitan, el espacio cobra vida con materia visible y energía. «El espacio vacío no está vacío –dijo una vez el físico estadounidense John Archibald Wheeler–. Es la sede de fenómenos físicos variados y sorprendentes.»

La energía oscura podría demostrar que la afirmación de Wheeler fue profética en la mayor de las escalas posibles. Para entender por qué se expande el espacio cósmico (y por qué ahora parece expandirse con creciente rapidez), los físicos se basan fundamentalmente en la teoría general de la relatividad, formulada por Einstein hace un siglo. La teoría funciona bien en grandes escalas, pero pierde validez en el nivel subatómico, donde reina la física cuántica y donde probablemente reside la causa de la aceleración de la expansión cósmica. Para explicar la energía oscura, es posible que se necesite algo nuevo: una teoría cuántica del espacio y la gravedad.

Los científicos se encuentran en la incómoda situación de no saber cuánta energía –oscura o corriente– contiene el espacio. Cuando los teóricos de la física cuántica intentan calcular, por ejemplo, la energía contenida en un decímetro cúbico de espacio aparentemente vacío, llegan a una cifra muy alta. Pero los astrónomos que calculan la misma cantidad a partir de sus observaciones obtienen un resultado mucho más reducido. La diferencia entre los dos números es pasmosa: 10 elevado a 121, es decir, un 1 seguido de 121 ceros. Es la mayor disparidad entre teoría y observación de toda la historia de la ciencia. Es evidente que aún nos queda por descubrir algo de una importancia fundamental acerca del espacio, y en consecuencia acerca de todo lo demás, ya que galaxias, estrellas, planetas y personas estamos hechos mayormente de espacio.

"Sin paradoja, no hay progreso"

Pero este tipo de enigmas ya han abierto antes las puertas de los grandes descubrimientos. La teoría de la relatividad general de Einstein fue desarrollada en parte para explicar pequeñas discrepancias entre la órbita que la teoría predecía para Mercurio y la observada en la práctica. La física cuántica surgió en parte a raíz de pequeñas incongruencias en la teoría que explicaba la radiación del calor. ¿Cuánto más podremos aprender entonces, tratando de resolver las actuales incógnitas mucho más profundas sobre la materia oscura y la energía oscura? Como solía decir el físico Niels Bohr: «Sin paradoja, no hay progreso».