Jin Sato es el alcalde de una ciudad que ya no existe. Minamisanriku, un tranquilo puerto pesquero al norte de Sendai, en el nordeste de Japón, desapareció el pasado 11 de marzo. Sato también estuvo a punto de desaparecer. La catástrofe comenzó a las 14:46 horas, a unos 130 kilómetros al este, en el Pacífico, a lo largo de una falla sepultada en las profundidades del lecho marino. Un bloque de la corteza terrestre de unos 450 kilómetros de largo dio un bandazo hacia el este, en algunos puntos desplazándose hasta 24 metros. Sato acababa de poner punto final a una reunión en el Ayuntamiento. «Estábamos hablando de las defensas de la ciudad frente a los tsunamis», recuerda. Otro terremoto había sacudido la región dos días antes, precursor del sismo del 11 de marzo, que ha resultado ser el mayor de la historia de Japón.

Cuando por fin la tierra dejó de moverse, tras cinco minutos espeluznantes, Minamisanriku seguía más o menos intacto, pero el mar había empezado a crecer. Sato y otras 30 personas co­­rrieron al edificio contiguo: el centro de protección civil de la ciudad, de tres plantas de altura. Miki Endo, una mujer de 24 años que trabajaba en la segunda planta, empezó a difundir un mensaje por megafonía: «¡Diríjanse a los lugares más altos!». Sato y su grupo subieron al tejado, y vieron cómo el tsunami desbordaba el muro de contención de 5,50 metros de altura levantado en el frente marítimo. Lo oyeron aplastar y barrer todo lo que encontraba a su paso. Las casas de estructura de madera se quebraron. Después, el agua gris oscuro cubrió el tejado del edificio. Las advertencias de Endo cesaron abruptamente.

Alrededor de 16.000 personas perecieron ese día, la mayoría en los cientos de kilómetros de costa de la región de Tohoku, y casi 4.000 siguen desaparecidas. El tsunami arrasó varios pueblos y ciudades de Tohoku y dejó a cientos de miles de personas sin hogar. En Minamisanriku el número de muertos o desaparecidos fue de 900 sobre un total de 17.700 habitantes. Una de las víctimas fue Miki Endo, cuyo cuerpo no fue ha­­llado hasta el 23 de abril. Sato sobrevivió porque trepó a una antena de radio en el tejado y se aga­­rró a ella con todas sus fuerzas. «Creo que estuve tres o cuatro minutos bajo el agua –re­­cuer­­da–. Es difícil decirlo.» De las 30 personas que estaban en el tejado con él, muchas intentaron agarrarse a la barandilla de hierro. Las olas siguieron llegando durante toda la noche, y las primeras horas inundaron repetidamente el edificio de tres plantas. Por la mañana, solo había en el tejado diez supervivientes.

Japón es el país mejor preparado del mundo contra terremotos y tsunamis. Ha invertido miles de millones adaptando los edificios antiguos y equipando los nuevos con amortiguadores. Muchas ciudades costeras disponen de muros de contención y rutas de evacuación bien señalizadas en caso de tsunami. El 11 de marzo, entre temblor y temblor, los sismólogos de los organismos oficiales dejaron de sujetar un instante los monitores y dieron la alerta de tsunami.

Combinadas, todas esas medidas salvaron miles de vidas. El terremoto de Tohoku, de magnitud 9, causó mucho menos daño del que ha­­bría causado en otros países. Sin embargo, entre 16.000 y 20.000 personas murieron por culpa del tsunami, una mortandad comparable a la registrada en 1896 por un terremoto y un tsunami en esa misma región.

La protección de Japón ha mejorado enormemente desde entonces, pero su población se ha triplicado y su litoral está mucho más habitado, como ha sucedido en todo el mundo, en países que están mucho menos preparados. En el océano Índico, donde el tsunami más mortífero de la historia segó la vida de casi 230.000 personas en 2004, se prevé una catástrofe similar para algún momento de los próximos 30 años. En Estados Unidos, los geólogos consideran casi inevitable una repetición del tsunami producido a consecuencia del gran terremoto de Cascadia, que hace 300 años, cuando el territorio estaba escasamente poblado, devastó la costa occidental de Canadá (la Columbia Británica) y Estados Unidos (los estados de Washington y Oregón).

Sato ya había sobrevivido a otro gran tsunami. En 1960, cuando tenía ocho años, una ola de cuatro metros mató a 41 personas en Minamisanriku. Entonces se construyó el muro de la costa, de 5,5 metros de altura. «Los sismólogos nos habían dicho que nos preparásemos para un tsunami de cinco o seis metros de altura –explica Sato–. Pero este triplicó esa altura.» En el paisaje de devastación posterior, lo único que quedó intacto fue el muro de contención.

Casi todos los años hay un tsunami en algún lugar del mundo, y es probable que los de dimensiones gigantescas hayan cambiado el curso de la historia. Algunos arqueólogos sostienen, por ejemplo, que un tsunami en el Mediterráneo ba­­rrió la costa septentrional de Creta hace poco más de 3.500 años; según ellos, la catástrofe inició el declive de la civilización minoica, una de las más avanzadas de su tiempo, que finalmente sucumbió a los griegos de Micenas. En 1755, cuando un terremoto y un tsunami mataron a decenas de miles de personas en Lisboa, la tragedia dejó una profunda huella en el pensamiento de la época, pues contribuyó a derribar el optimismo de la próspera sociedad de la Ilustración.

El historiador griego Tucídides fue el primero en documentar la conexión entre terremotos y tsunamis en el siglo V a.C. Observó que el primer signo de un tsunami suele ser la repentina desecación de un puerto, cuando el mar se retira de la costa. «Sin un terremoto, no veo cómo podría suceder algo así», escribió. En realidad, sí que puede suceder. La causa del tsunami minoico fue la erupción de Thira, una isla volcánica situada a 110 kilómetros al norte de Creta, en el Egeo. Los desprendimientos de tierra también pueden causar tsunamis muy localizados, como el que ascendió 525 metros por la falda de una colina en la bahía de Lituya, en Alaska, en 1958 (véase página 48). Lo único que hace falta es una gran masa de roca que se mueva abruptamente en una gran masa de agua, no necesariamente el océano.

Pero la gran mayoría de los tsunamis, incluido el de Tohoku, están causados por terremotos en el fondo marino, a lo largo de fallas llamadas zonas de subducción, situadas en su mayoría en los océanos Pacífico e Índico. Se trata de zonas limítrofes donde colisionan dos placas litosféricas de la Tierra: la placa que transporta la corteza oceánica, más densa, se hunde (o subduce) bajo la que lleva la corteza continental, más ligera, formando así una falla en las profundidades del océano. Normalmente este proceso de subducción es lento y continuado, a un ritmo de unos pocos centímetros al año. Pero en algunos lugares y determinados momentos las placas quedan bloqueadas (la cima de una montaña submarina en subducción puede topar con el fondo de un continente, por ejemplo), y entonces la tensión aumenta. Al cabo de unos siglos, la tensión acumulada en la falla supera la fricción, y las placas rebotan violentamente. El terremoto que sacudió Japón el pasado mes de marzo comenzó 30 kilómetros por debajo del lecho marino y luego se extendió por la zona de contacto entre las placas hacia la fosa oceánica de Japón, en el suelo marino. Liberó una energía equivalente a 8.000 bombas de Hiroshima.

Las olas marinas ordinarias son simples ondulaciones superficiales producidas por el viento, pero un tsunami mueve toda la columna de agua, desde el fondo del mar hasta la superficie. La perturbación inicial se extiende en direcciones opuestas a partir de la falla, en largos frentes de oleaje entre los que puede haber hasta 500 kilómetros de distancia. En aguas profundas, lejos de la costa, son prácticamente imperceptibles. Solo alcanzan alturas peligrosas en aguas someras, cuando se acercan a la costa, y pueden conservar su potencial destructivo incluso después de atravesar todo un océano a la velocidad de un avión. El tsunami que azotó Japón en marzo arrastró a un hombre en California a mar abierto y arrancó un total de 175 kilómetros cuadrados de bloques de hielo de la Antártida.

El tsunami de Indonesia del 26 de diciembre de 2004 causó muertes en todo el océano Índico. Comenzó frente a la costa noroccidental de Sumatra tras un desgarro de 1.600 kilómetros de longitud, y un terremoto de 9,1 de magnitud, en el megacabalgamiento de la Sonda, una falla a lo largo de la cual parte del suelo marino del océano Índico subduce bajo Indonesia. Este fue el país más afectado, con casi 170.000 muertos, más de la mitad en Banda Aceh, en el norte de Sumatra. Pero unas 60.000 personas más perdieron la vida en Sri Lanka, la India y otros países de la cuenca del Índico, incluso en África.

Tras la catástrofe sin precedentes, varios países iniciaron una colaboración para ampliar el uso de un sistema de detección de tsunamis. Se trata de un instrumento, llamado tsunamómetro, anclado en el lecho marino que mide los cambios de presión causados por el paso de un tsunami. El aparato envía una señal a una boya superficial que transfiere los datos a un satélite, el cual se encarga de transmitir la información a los centros de alerta que hay en todo el mundo.

En 2004 solo había seis de esos detectores instalados, todos ellos en el Pacífico. No había ninguno en el Índico, y muchos países de la re­­gión carecían de centros nacionales de alerta que pudieran dar la voz de alarma a las comunidades locales. Esa mala política tuvo consecuencias trágicas. En Sumatra la población dispuso de unos pocos minutos para huir, pero en la India, donde el tsunami tardó dos horas en llegar, murieron alrededor de 16.000 personas. «Fue totalmente innecesario –dice Paramesh Banerjee, geofísico de la Universidad Tecnológica Nanyang, en Singapur–. Técnicamente habría sido relativamente fácil instalar un sistema de alerta de tsunamis en el océano Índico.»

Ahora hay 53 boyas de detección en funcionamiento en los océanos del globo, entre ellas las seis de las 27 previstas en el océano Índico. Es pues menos probable que se repita la tragedia de 2004. Pero las boyas no habrían servido de nada en el caso de Sumatra. La gente que vive en el litoral cercano a una falla de desgarre no puede esperar a la confirmación de que se acerca un tsunami; tiene que huir en cuanto se pro­duce el terremoto. El sistema de alerta japonés utiliza tsunamómetros y también sismómetros (un millar, la mayor red del mundo), combinados con un modelo informático que predice la escala de un posible tsunami a partir de la magnitud y la localización del terremoto.

En marzo, el sistema, gestionado por la Agencia Meteorológica Japonesa (AMJ), no funcionó a la perfección. El primer cálculo estimativo de la AMJ, realizado cuando la tierra aun se estaba moviendo, situó la magnitud del sismo en 7,9, mientras que cálculos posteriores le atribuyeron una magnitud de 9, es decir, 12 veces más violento. Sobre la base del primer cálculo, la previsión de las olas fue de tres metros, cuando en realidad alcanzaron 15,50 metros en Minamisanriku e incluso más en otros puntos. Pero la respuesta humana a la alerta también fue imperfecta. «Creo que mucha gente que vivía por encima del nivel que alcanzó el agua en 1960 no se molestó en seguir las pautas de evacuación», dice Jin Sato.

Las dimensiones del terremoto y el posterior tsunami desconcertaron a los sismólogos. La mayoría de los geólogos creía que la fosa de Japón no era capaz de producir sismos de tal magnitud. Allí la corteza oceánica es vieja, fría y densa, y los científicos pensaban que se hundiría bajo Japón fácilmente y con una fricción insuficiente para generar un sismo tan violento.

Sin embargo, había indicios de que un terremoto as�� era posible. Hace más de 10 años, científicos de la Universidad de Tohoku, en Sendai, perforaron el fango negro que rodea la ciudad costera y descubrieron tres capas de arena a diferentes profundidades que se extienden más de 4,5 kilómetros hacia el interior. La abundancia de plancton marino en la arena indica que las capas fueron depositadas por tsunamis gigantescos a intervalos de entre 800 y 1.100 años a lo largo de los últimos 3.000 años. Los investigadores publicaron su trabajo en 2001, advirtiendo de que el riesgo de un nuevo tsunami gigantesco era considerable, teniendo en cuenta que el último se había abatido sobre Sendai hacía más de 1.100 años. Pero a las autoridades japonesas el pronóstico les pareció demasiado incierto. El tsunami del pasado mes de marzo depositó otra capa de arena que se extiende al menos cuatro kilómetros hacia el interior.

«Para mí todas las zonas de subducción son culpables hasta que se demuestre lo contrario», dice Kerry Sieh, director del Observatorio de la Tierra en la Universidad Tecnológica Nanyang, en Singapur, y uno de los principales paleosismólogos del mundo. Se dedica a estudiar el re­­gistro fósil en busca de indicios de terremotos y tsunamis en el pasado remoto. En su opinión, el registro histórico, sobre todo el realizado con instrumental moderno, es demasiado breve. Y no presta atención a las fallas que llevan mucho tiempo en reposo y que podrían generar tsunamis mortíferos. «Debemos partir de la base de que toda zona extensa de subducción puede producir grandes terremotos y tsunamis», dice.

Sieh me enseña un mapa. «Esta es la fosa de Manila –dice, señalando una línea que va desde la costa occidental de Filipinas hasta el norte de Taiwan–. Mide 1.300 kilómetros de largo y no ha experimentado ninguna actividad importante en los últimos 500 años. Si se quebrara con un terremoto de magnitud 9, tendría consecuencias muy graves a lo largo de la costa china. El tsunami se concentraría en Hong Kong y Macao. No sabemos si habrá una ruptura, pero debemos asumir que puede pasar. Y hay muchas otras.»

La zona de subducción de Cascadia, una falla submarina de 1.000 kilómetros de longitud que va desde el norte de California hasta el sur de la Columbia Británica, en Canadá, es una de ellas. Los geólogos han hallado depósitos de arena dejados por un tsunami hace 312 años. Según algunos investigadores, los estudios de testigos del sedimento del fondo marino sugieren que en los últimos 10.000 años se han producido unos 40 terremotos a lo largo de la falla de Cascadia, lo que significa un promedio de un sismo cada 250 años. Para otros el intervalo es de 500 años. Según la mayoría, cuando se produzca la ruptura de la falla, el terremoto puede ser tan violento como el último de Japón, y el tsunami resultante podría alcanzar la costa en 20 minutos.

Los daños dependerán en gran parte de la época del año, apunta Nathan Wood, geógrafo del Servicio Geológico de Estados Unidos. «La zona de la costa occidental de América del Norte que hay frente a la zona de subducción de Cascadia está poco poblada la mayor parte del año, y mucha gente vive a menos de un kilómetro de terreno elevado –dice Wood–. Pero en verano puede haber 100.000 personas en la costa. Podría haber decenas de miles de muertes.»

En el estado de Washington hay indicadores de evacuación en caso de tsunami, torres de vigilancia con megafonía en las playas para difundir las alertas, y folletos con información sobre tsunamis en los hoteles. Pero hay pocos centros de evacuación, y no toda la población tiene acceso a un terreno elevado. La localidad de Ocean Shores, catalogada por la NOAA como «preparada para tsunamis», se encuentra en una estrecha península sin ningún punto elevado y con una única carretera de dos carriles para evacuar a la población: 5.500 habitantes, muchos más en verano. Una tarde del verano pasado di una vuelta por el pueblo con Jody Bourgeois, geóloga de la Universidad de Washington. «Esta gente está vendida», dijo con expresión sombría.

Seattle, escondida al fondo del Puget Sound y detrás de la península Olympic, probablemente no recibiría de lleno el tsunami. Pero los geólogos han descubierto grietas más pequeñas y menos profundas en la corteza que se extienden por debajo del Puget Sound. «Hemos empezado a completar el puzzle en los últimos 20 años –dice Bourgeois–. El riesgo es muy serio.» Un terremoto causado por una falla poco profunda podría ser extremadamente destructivo, y un tsunami moderado que empezara cerca de Seat­tle podría ser incluso más devastador que uno gigantesco originado lejos de la costa.

Pero la falla que más preocupa a Sieh es el megacabalgamiento de la Sonda, que se extiende a lo largo de 6.000 kilómetros desde Myanmar hasta Australia. La estuvo estudiando durante diez años, antes de que causara el tsunami de 2004. El terremoto se produjo cerca del extremo septentrional. «Ese tramo en particular, desde el norte de Sumatra hasta las islas Andamán, no había despertado el interés de nadie», dice.

Sieh estuvo trabajando frente a la costa de Sumatra, pero cientos de kilómetros más al sur, midiendo las edades de los arrecifes coralinos muertos. Cuando un terremoto levanta el lecho marino, los corales pueden quedar fuera del agua y morir. Mediante la datación radiométrica se puede averiguar cuándo sucedió. En 2003, Sieh había reconstruido la perturbadora historia sísmica de la costa occidental de Sumatra central.

«Encontramos lo que llamamos superciclos, grupos de grandes terremotos que se producen a intervalos regulares», explica. Durante los últimos 700 años se han producido pares de grandes terremotos más o menos cada 200 años en el megacabalgamiento de la Sonda, con un intervalo de unos 30 años entre el primero y el segundo terremoto de cada par. Hubo un par en torno a 1350 y 1380, otro entre principios y mediados del siglo XVII, y un tercero en 1797 y 1833. Parecía que había llegado el momento de que se produjera otro par de terremotos.

El descubrimiento preocupó tanto al grupo de Sieh que en julio de 2004 distribuyeron folletos en las islas Mentawai, donde investigaban, para advertir de la posibilidad de tsunamis. Cinco meses después el norte de Sumatra quedó devastado, y el equipo de Sieh recibió notoriedad. «No merecíamos ese mérito –dice Sieh–. Nuestra predicción era para otra sección de la falla.» Pero la predicción aun sigue en pie. De hecho, según Sieh, el primero del par de terremotos previstos ya se produjo, en septiembre de 2007. De magnitud 8,4, causó daños comparativamente menores. En Padang, capital de la provincia de Sumatra Occidental, el tsunami fue de apenas un metro de altura. Padang es una ciudad baja de más de 800.000 habitantes. Sieh teme que no salga tan bien parada la próxima vez.

«Nunca ha habido una predicción tan precisa de un gran terremoto como la nuestra –dice–. Pronosticamos que en los próximos 30 años habrá un terremoto de magnitud 8,8. No sabemos si será dentro de 30 segundos o dentro de 30 meses, pero podemos decir que probablemente se producirá en los próximos 30 años.»

«¿Pero qué vamos a hacer? –prosigue–. ¿Trasladar toda la ciudad por algo que sucede una vez cada 200 años? Para mí, ese es el gran dilema. El problema no es que los científicos no sepan lo suficiente, ni que los ingenieros no preparen suficientes defensas. El problema fundamental es que somos 7.000 millones, y muchos de nosotros, demasiados, vivimos en lugares peligrosos. Nos hemos instalado en sitios de los que simplemente no podemos salir. Y creo que en este siglo pagaremos las consecuencias.»

Cuando el tsunami llegue a Padang, la mayoría de la población no tendrá ningún terreno elevado adonde huir, ni más de 20 minutos para ponerse a salvo. Gran parte de la ciudad está a menos de cinco metros sobre el nivel del mar. Las olas podrían inundarlo casi todo hasta dos kilómetros de distancia del frente marítimo. El número de víctimas puede ser mucho más alto que en Japón el año pasado, quizá más cercano a los 90.000 muertos de Banda Aceh.

En los últimos tiempos la vida en Banda Aceh es una mezcla de horror y milagro. El cataclismo que dejó la ciudad sembrada de cadáveres retorcidos y arrasada por las olas también trajo consigo la paz, al poner fin a varias décadas de violentos conflictos entre los independentistas de Aceh y el Gobierno indonesio. «Durante la guerra, también se veían cadáveres por las ca­­lles», dice Syarifah Marlina Al Mazhir, coordinadora del programa de la Cruz Roja de Estados Unidos en Indonesia y residente en Banda Aceh. «El tsunami lo cambió todo. ¡Ahora podemos salir por la noche!» Una masiva inyección de ayuda extranjera ha contribuido a la reconstrucción de la ciudad, en cuyos numerosos cafés se reúne la juventud por la noche. Pero todos conocen a alguien que murió el 26 de diciembre de 2004. «A veces, cuando cierro los ojos, todavía oigo a la gente gritando», me contó una mujer.

Una bochornosa mañana de julio en Padang, los alumnos de una escuela primaria situada a 750 metros de la playa se preparan para lo inevitable. Hacia las 10 de la mañana suena una alarma y salen de sus aulas al pequeño patio de arena: los niños, con camisa blanca y pantalones rojos; las niñas, con blusas blancas y faldas rojas. Se agachan en círculos, con las mochilitas sobre la cabeza para protegerse de los cascotes que pueden caer durante un terremoto, y cantan al unísono. «Están repitiendo los 99 nombres de Alá –explica Patra Rina Dewi–: el Misericordioso, el Compasivo, el Vigilante… Es para que mantengan la calma durante una emergencia real.»

Patra, de 39 años, es directora de una pequeña ONG llamada Kogami, destinada a sensibilizar a la población sobre el riesgo de tsunamis, que ella y varios amigos fundaron después del desastre de Banda Aceh. A raíz de la presión ejercida por Kogami, Padang ya tiene 32 rutas de evacuación señalizadas y están en construcción nueve de los cien proyectados refugios de varios pisos para que al menos algunos de sus habitantes puedan escapar de las olas. Mientras tanto, Patra y las 16 personas que trabajan en su organización han empezado a coordinar simulacros de tsunami en escuelas como esta. Como no hay terreno elevado en las proximidades, los 567 estudiantes han recibido instrucciones de correr unos tres kilómetros tierra adentro, lejos de la costa. Pero los aproximadamente 80 alumnos de primer curso no pueden correr lo bastante rá­­pido. «Los niños de primero tardarían 40 mi­­nutos en llegar a la zona segura –dice Elivia Murni, una de las maestras–. Si viene el tsunami, los per­deremos. No podremos salvarlos.»

Hay alrededor de mil escuelas en la costa de Sumatra Occidental, y Kogami ha iniciado programas de preparación en 232. Pero ni siquiera lo intenta en algunos de los pueblos de pescadores que jalonan el litoral al noroeste de Padang. «A veces no puedo dormir por la noche», dice Patra mientras salimos de uno de esos pueblos. Al este hay colinas cubiertas de vegetación, pero en medio se extienden fangosos campos de arroz que impedirían alcanzarlas a tiempo. «Aquí no hay rutas de escape –sentencia–. Si les hablamos del peligro de los tsunamis, solo conseguiremos que comprendan que no tienen salvación.»

Cuando por fin amaneció el 12 de marzo en Minamisanriku, Jin Sato y su reducido grupo de acompañantes en el tejado estaban ateridos de frío, empapados y exhaustos. Bajaron al suelo colgándose de las redes de pesca que las olas habían enganchado al esqueleto de acero del edificio y se dirigieron a una colina cercana, donde se estaban reuniendo los supervivientes. Sato es un hombre de 60 años, delgado, con el pelo oscuro, gafas y mirada seria. Le han quedado cicatrices en las manos por agarrarse a la antena de radio. En la muñeca izquierda lleva un rosario de cuentas para las plegarias budistas.

La ciudad donde creció ha desaparecido, pero todavía tiene bajo su responsabilidad a muchos de sus antiguos habitantes, que ahora viven en refugios o viviendas provisionales. El nivel del suelo descendió más de medio metro después del terremoto, por lo que grandes áreas de la antigua ciudad se inundan con cada marea alta. Quizá sea imposible devolver Minamisanriku a la vida, y eso causa mucha ansiedad a los supervivientes. «La gente quiere quedarse aquí, en el lugar donde vivieron y murieron sus antepasados –dice Sato–. No se quiere ir.»