Siempre que en sus viajes conoce a alguien, Gabriele Galimberti le formula la misma pregunta: ¿me deja ver qué guarda en el botiquín? A algunos les da pudor, pero otros lo abren muy ufanos. «Los medicamentos revelan la identidad de sus dueños –asegura el fotógrafo–. Sus deseos, necesidades, enfermedades. Es algo muy íntimo».
¿Qué dicen de nosotros los medicamentos que guardamos en nuestra casa? Para empezar, cuál es nuestro nivel económico. Los botiquines de los países desarrollados suelen estar abarrotados de fármacos, todo lo contrario que en los menos desarrollados. El fotógrafo conoció a una haitiana que no tenía ni una pastilla en casa: «Si enfermo, se la compro al vendedor callejero», le dijo.
La serie sobre botiquines caseros «Home Pharma» (la farmacia doméstica) se enmarca en un proyecto más amplio llamado «Happy Pills» (las píldoras de la felicidad), en el que Galimberti y tres colegas más documentan la eterna búsqueda de la felicidad por parte del ser humano a través de la química. Tomamos pastillas para tener más fuerza, para dormir más (o a veces menos), para envejecer más despacio, para ser más viriles, para favorecer el embarazo, para evitarlo… Los motivos que inducen a comprar –y a acumular– medicinas son igualmente variopintos: porque son baratas o porque una atención médica más avanzada es cara, porque vivimos más tranquilos si estamos preparados, porque nos las recetaron y ahora no sabemos cómo tirar el sobrante.
Abrir un botiquín es asomarse a una cultura. En París y Nueva York, Galimberti vio grandes cantidades de antidepresivos y ansiolíticos. Los indios tienden a escoger medicamentos con etiqueta india, al margen de su calidad o potencia. Los botiquines africanos contenían fármacos chinos, a menudo sin etiqueta.