Son las diez de la mañana y estoy en el cuarto oscuro del Western Flyer, un buque científico del Instituto de Investigación del Acuario de la Bahía de Monterey. El cuar­­­­to es diminuto, las luces están apagadas, el ambiente es caluroso y sofocante, y –como estamos en el mar, a unos 80 kilómetros de la costa de California– el suelo se balancea. Estoy mareada, pero no me importa. Sobre una mesa, en una bandeja pequeña, hay una criatura marina recién capturada, un ctenóforo. Mide unos cinco centímetros de largo y parece una campana gelatinosa y transparente. Y al menor contacto, emite luz.
¡Atención! Steven Haddock, autoridad mundial en formas de vida luminiscentes, le está acercando una varilla de vidrio. Todos nos apiñamos aún más para ver mejor. Por un momento, una imagen espectral del ctenóforo aparece sobre la bandeja, una imagen hecha de luz azula­da que se contorsiona y desaparece poco a poco, como si el propio animal se hubiera disuelto.

Es maravilloso, etéreo y, en cierto modo, un misterio, porque este ctenóforo en concreto vive a gran profundidad. Pocos humanos lo han visto y muchos menos han admirado su luz.

La capacidad de producir luz, llamada bio­luminiscencia, es corriente y a la vez mágica. Mágica por su belleza reluciente y cautivadora. Corriente porque muchos seres vivos la tienen. En tierra los ejemplos más conocidos son las luciérnagas, que brillan para atraer a sus parejas en las calurosas noches de verano. Pero hay otros habitantes de tierra firme que emiten luz, entre ellos ciertas larvas de coleópteros, un caracol, varios milpiés y algunas setas.

Pero el auténtico espectáculo luminoso se desarrolla en el mar, donde una sorprendente variedad de seres producen luz. Como los ostrácodos, animales diminutos semejantes a semillas de sésamo con patas que emiten destellos para buscar pareja, como luciérnagas marinas. O los dinoflagelados –así llamados por el movimiento ondulante de sus dos flagelos (dinos significa «ondulante» en griego)–, del tamaño de motas de polvo, que se encienden siempre que el agua se agita a su alrededor. Suelen ser los causantes de las chispas y estelas de luz que se ven a veces al nadar o navegar en una noche oscura.
También hay peces, calamares, medusas y camarones luminiscentes, además de los ctenóforos ya mencionados y varios tipos de gusanos y pepinos de mar. Hay sifonóforos luminosos, unos siniestros depredadores filiformes con largos tentáculos irritantes que cuelgan como una cortina; y radiolarios luminiscentes, unos seres ameboides que suelen vivir en colonias construidas sobre esqueletos de sílice. Y, desde luego, también hay bacterias que emiten luz. De todos los grupos de organismos luminosos conocidos, más de cuatro quintas partes viven en el mar.
¿Por qué en el mar? Es lo que he venido a ave­riguar a bordo del Western Flyer.

El océano, el mayor hábitat del mundo con diferencia, cubre más del 70% del planeta y su profundidad media es de 3.600 metros. Por su naturaleza extraña e inhóspita para nosotros los humanos, se mantiene relativamente inexplorado, en particular las vastas extensiones alejadas de los grandes caladeros, los arrecifes coralinos y los puntos de mayor actividad investigadora como son las chimeneas hidrotermales.
Esas grandes extensiones son las que interesan a Haddock, el director de la expedición. «Quiero mirar allí donde no mira nadie», me dice. En campañas anteriores, su equipo halló y describió por primera vez numerosas especies luminiscentes, entre ellas los famosos «bombarderos verdes», unos gusanos nadadores abisales que expulsan sacos de deslumbrante luz verde («bombas») cuando se sienten atacados.
Para explorar las regiones más profundas del océano, Haddock y sus colegas utilizan un vehículo dirigido por control remoto (ROV) capaz de capturar animales de movimientos lentos y llevarlos con vida a la superficie. Se trata de una recia estructura metálica, equipada con videocámaras, faros, sensores y cables, además de un par de brazos robóticos, un conjunto de recipientes de plástico transparente con tapa en los dos extremos y una espátula de cocina. ¿Una espátula de cocina?
«¿Para qué sirve?», pregunto, señalándola.
«Para escarbar en el lecho oceánico», aclara Haddock.
Son las siete de la mañana y el ROV está a punto de salir. Hombres con casco van y vienen, efectuando las últimas comprobaciones. Entonces, un enorme brazo metálico levanta el ROV de la cubierta del barco. A continuación, el suelo donde estaba apoyado se abre y revela un cuadrado de mar varios metros más abajo. El brazo metálico baja el ROV al agua y, un momento después, el vehículo desaparece bajo las olas.

Como lugar donde vivir, el océano presenta un par de peculiaridades. La primera es que en su mayor parte no ofrece rincones donde esconderse. Por eso, la invisibilidad es una gran ventaja. La segunda particularidad es que la luz del sol disminuye hasta desaparecer a medida que uno desciende. Lo primero que se pierde es la luz roja; después, las bandas amarilla y verde del espectro, dejando solo el azul. A unos 200 metros de profundidad el mar está sumido en una especie de penumbra perpetua, y hacia los 600 metros la luz azul también desaparece. Esto significa que la mayor parte del océano está sumido en la más completa oscuridad. De día y de noche. Todos esos factores combinados confieren a la luz una gran utilidad como arma, o como protección.
Consideremos el problema de la invisibilidad. En las capas superiores del océano, la parte donde penetra la luz, toda forma de vida que no logre mimetizarse de alguna manera con el agua se arriesga a ser descubierta por algún depredador, sobre todo por aquellos que la ven desde abajo.
Para visualizar esta situación, imaginemos que estamos practicando submarinismo en medio del Pacífico. Por encima de nosotros, donde el mar se encuentra con el cielo, vemos una extensión plateada. Por debajo, el agua tiende al azul oscuro. En todas las demás direcciones, el color predominante es un turbio gris verdoso. El lecho marino, aunque no podamos verlo, está a más de 3.000 metros por debajo de nosotros. ¡Un momento! ¿Qué es aquella sombra allá abajo? ¿Un tiburón? De repente nos damos cuenta de lo vulnerables que somos: voluminosas figuras oscuras recortadas contra la plateada superficie marina, visibles para cualquier animal hambriento que nade por debajo de nosotros.
Muchos organismos resuelven el problema evitando la zona iluminada durante el día y ascendiendo a la superficie solo por la noche. Otros han evolucionado hasta convertirse en espectrales criaturas transparentes. Durante la inmersión, lo primero que observaremos es que casi todos los animales que encontramos, sean medusas o ángeles de mar, son translúcidos. Otra estrategia de algunos peces, como las sardinas, es tener los costados plateados, que difuminan sus contornos. El color plateado hace las veces de espejo y permite que el animal se confunda con el agua que lo rodea, al reflejarla.
Finalmente, algunas criaturas, como el camarón Sergestes similis, algunos peces y muchos calamares, recurren a la luz. ¿Cómo? Iluminando su vientre de modo que se torne semejante a la luz procedente de la superficie. Eso les permi­te enmascarar su silueta, como si vistiesen una especie de capa de invisibilidad. Dicha capa se puede encender o apagar a voluntad, e incluso dispone de un mecanismo para regular su intensidad. S. similis, por ejemplo, puede dosificar la cantidad de luz que emite según la luminosidad del agua que lo rodea. Si pasa una nube por el cielo y blo­quea brevemente la luz solar, el camarón reducirá su brillo en la misma medida.
Pero si el propósito es ser invisible, ¿por qué tantos organismos, desde ctenóforos hasta di­­noflagelados, se iluminan al menor contacto o cuando el agua cercana se agita? Existe un par de razones. En primer lugar, un repentino fogonazo de luz puede asustar a un depredador y dar tiempo a su presa para escapar. Un calamar de profundidad, por poner un ejemplo, produce un estallido de luz para luego desaparecer entre las sombras. Los bombarderos verdes arrojan sus granadas luminosas y se esfuman en la oscuridad mientras el enemigo se distrae con el resplandor. Los ctenóforos huyen mientras el depredador intenta atrapar sus espectros luminosos.
En segundo lugar, según el principio de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, la emisión de luz puede servir para atraer al depredador del depredador. Ese «efecto alarma» puede ser muy importante para organismos diminutos, como los dinoflagelados, incapaces de desplazarse con ra­­pidez. Para estos seres extremadamente pequeños, el agua es demasiado viscosa para permitir una huida fulminante. (Sería como si nosotros nadáramos en un mar de melaza.) Su principal defensa no es atacar ni huir, sino iluminarse.
Sus destellos son un reclamo para los peces, que aguardan en los alrededores. Cuando los pequeños crustáceos devoradores de dinoflagelados perturban el agua, estos últimos se encienden e iluminan a sus enemigos, que quedan a merced de los peces.
Cuando se reúnen grandes cantidades de or­ganismos que producen luz con el movimiento del agua, moverse entre ellos puede ser como atravesar un campo minado de bombas lumino­sas. Los peces que nadan velozmente se iluminan como estrellas fugaces, y si en ese momento pasa un barco, dejará tras de sí una estela de luz. Cualquier criatura que no quiera ser descubierta hará bien en evitar esa zona del mar. Así pues, incluso en los mares más oscuros y profundos, permanecer oculto es todo un arte. Por eso la mayoría de los animales de las profundidades marinas son negros o rojos. Esos colores también los ocultan de los focos de los cazadores abisales, que escudriñan la oscuridad en busca de presas. Aunque la bioluminiscencia suele ser azul o verde, algunos de esos cazadores, entre ellos los peces demonio, producen luz roja, que la mayoría de los animales abisales no puede ver.

Los mandos del ROV se encuentran en una sala de control sin ventanas. Mirar los monitores resulta extrañamente hipnótico. Las cámaras de alta definición permiten apreciar animales realmente diminutos con una sorprendente riqueza de detalles. Pero la mayor parte del tiempo lo único que se ve es «nieve marina», partículas que caen gradualmente al fondo y que a la luz de los faros del ROV parecen motas de polvo.
Sin embargo, de vez en cuando aparece un animal: una medusa, un camarón, o… ¡cielo santo! Acaba de aparecer en la pantalla un pez que conozco de oídas pero que no había visto nunca. A grandes rasgos parece un pez corriente, pero tiene una prolongación en la cabeza, de cuyo extremo cuelga algo parecido a un gusano gordo, suculento y luminoso. Lo parece, pero no lo es. Forma parte del pez, que utiliza el supuesto «gusano» como señuelo para tentar a los in­cautos y a los hambrientos y hacerlos caer en su trampa. Es un pez pescador, uno de los depredadores más voraces de las profundidades. A diferencia de, por ejemplo, los tiburones, que persiguen a sus víctimas, estos peces acechan a los depredadores y los atraen con su señuelo luminoso para luego abalanzarse sobre ellos.
En este caso no es el pez el que produce la luz, sino las bacterias luminosas presentes dentro del señuelo. El beneficio es mutuo: las bacterias disponen de un refugio, y el pez consigue luz. Un arreglo similar puede observarse en unos cuantos casos más, pero no es muy frecuente. La mayor parte de las formas de vida luminosas producen su propia luz.
Para producir luz se necesitan tres ingredientes: oxígeno, una luciferina y una luciferasa. La luciferina es la molécula que reacciona con el oxígeno emitiendo energía en forma de fotones, es decir, un destello de luz. La luciferasa es la mo­­lécula que propicia esa reacción entre el oxígeno y la luciferina. En otras palabras, la luciferina es la molécula que se ilumina, mientras que la luciferasa es la que hace posible que eso ocurra. (Lucifer significa en latín «portador de luz».)
La evolución de un organismo para producir luz parece ser algo relativamente sencillo: se ha verificado de forma independiente al menos en 40 linajes diferentes. Quizá no debamos sorprendernos, ya que los ingredientes no son difíciles de encontrar. Numerosas sustancias pueden actuar como luciferasas. Si en la oscuridad mezclamos clara de huevo con oxígeno y con la luciferina procedente de, digamos, una medusa, probablemente obtendremos un destello de luz azul. Además, en el mar, solo los organismos situados en la base de la cadena alimentaria tienen que producir luciferinas. Los demás pueden, en principio, obtenerlas de la dieta. Del mismo modo que los humanos conseguimos vitami-
na C de las naranjas, algunos animales marinos obtienen luciferinas de las criaturas luminosas que devoran. De ahí podemos deducir que quizá las formas de vida luminosas son más comunes en el océano en parte porque los ingredientes son allí más fáciles de conseguir.
Pero si hablamos de comer animales luminiscentes, nos encontramos con un problema muy curioso. Como he dicho antes, muchos animales que viven en mar abierto han evolucionado hasta volverse transparentes, porque de ese modo son más difíciles de ver. Sin embargo, cuando una criatura transparente ingiere algo luminoso, se torna de repente muy visible. Por eso muchos animales transparentes tienen intestinos opacos.
Cuando el ROV emerge de nuevo, la gente se pone manos a la obra. Los animales capturados se llevan rápidamente a unas cámaras refrigeradas para mantenerlos en condiciones óptimas hasta el momento de examinarlos. Son las diez de la noche y estoy otra vez en el cuarto oscuro. Sobre la mesa, en una bandeja pequeña, hay otro ejemplo de luminosidad viviente…

Varios meses después del viaje en el Western Flyer visito la pequeña isla portorriqueña de Vieques. La isla caribeña es famosa por su bahía bioluminiscente, una cala que alberga una elevada concentración de dinoflagelados, aquellos seres del tamaño de una mota de polvo que se iluminan cuando se agita el agua.
La noche es oscura. La luna aún no ha salido y en la isla hay unas pocas farolas dispersas, por lo que se aprecia un cielo cuajado de estrellas. Voy a bordo de una canoa transparente, en un tour organizado para esta noche. Estamos «aparcados» en medio de la bahía, contemplando el mar oscuro y el cielo estrellado, y escuchando la explicación del guía sobre las amenazas que pesan sobre el lugar: el aumento del turismo y la mayor contaminación lumínica a medida que se construyen más casas y carreteras. La parte de la bahía más alejada de las luces es notablemente más oscura y los destellos de los dinoflagelados son más brillantes. Mientras habla el guía, un pez pasa surcando el agua como un meteoro.
Nos empezamos a mover. La canoa se ha quedado rezagada con respecto al grupo y es como si estuviéramos solos en la bahía. Mientras remamos, el movimiento de la canoa perturba a los microbios, que se iluminan y forman una brillante estela de luz parpadeante. Mirándolos a través del fondo transparente de la canoa, tengo la sensación de que el agua forma parte del cielo y de que remamos entre las estrellas.