«Algunas cosas se aprenden mejor en calma–escribió Willa Cather–, y otras, en medio de la tormenta.» Nadie mejor que ella ha descrito la región de las Grandes Llanuras de Estados Unidos. Con esas palabras no se estaba refiriendo a la meteorología, pero bien podía haberlo hecho. Todos los años, el corazón de América del Norte imparte un curso avanzado de turbulencias naturales. Desde marzo hasta octubre estas planicies son el escenario de miles de tormentas de una violencia visible. La meteorología y la topografía se conjuran para pintar en el cielo murales tempestuosos y lienzos apocalípticos.
Cuando el aire seco de las Montañas Rocosas se desliza sobre el aire húmedo del golfo de México, la tormenta está servida. Al estallar puede producir lluvia y granizo, truenos y relámpagos, viento y torbellinos. Puede matar a personas y animales, destruir cosechas y viviendas, inundar pueblos y carreteras. El Servicio Nacional de Meteorología de Estados Unidos registra cada año decenas de muertes relacionadas con tormentas. Según las aseguradoras, en 2011 causaron pérdidas por valor de 26.000 millones de dólares. Pero las tormentas también llevan lluvia a los campos resecos, viento a las turbinas y nitrógeno producido por los rayos a los suelos empobrecidos.
Para documentar esas tempestades impresionantes, el fotógrafo Mitch Dobrowner se ha asociado con el famoso cazatormentas Roger Hill. Con satélites meteorológicos, imágenes de radar y otros instrumentos, en los últimos tres años han perseguido unas 45 tormentas en 16 estados y a lo largo de 65.000 kilómetros, conduciendo a veces 1.500 kilómetros en un día para captar un instante. «Con las tormentas pasa como con las competiciones deportivas –dice Dobrowner–. Todo pasa muy rápido y hay que adaptarse.»
Trabaja en blanco y negro («El color me parece demasiado cotidiano») y busca sobre todo supercélulas, las tormentas más raras y potentes. Una supercélula clásica, dice Hill, «es la máquina productora de tornados más violenta y prolífica que existe», y para que se forme son necesarios cuatro ingredientes: humedad, inestabilidad atmosférica, aire en ascenso y cizalladura vertical del viento que haga girar la tormenta. Una supercélula alimentada por una fuerte corriente rotatoria en ascenso puede desviarse de los vientos dominantes, devorar o desintegrar otros frentes tormentosos a su paso y eludir sus propias precipitaciones, que pondrían fin a la tormenta. Por eso llega a mantenerse viva hasta 12 horas.
De hecho, Dobrowner y Hill las consideran como seres vivos: nacen en las condiciones adecuadas, adquieren fuerza mientras crecen, cambian de forma y tamaño y al final mueren. Pero el hecho de verlas como seres animados no les resta peligro. Según Hill, en el Oeste aún salvaje las tormentas inspiran admiración y respeto. «Es un honor para mí fotografiarlas –declara Dobrowner–. Si he de dejar este mundo, no me importaría que fuera haciendo esto.»