Como no puede ser de otra manera en esta época del año, hoy ha vuelto amanecer temprano en la Antártida. Teníamos permiso para dormir más de lo habitual, hasta las 10 de la mañana. No obstante, la promesa de ver los primeros icebergs nos tuvo en vilo desde bastante temprano. Debía ser eso o que probablemente ya nos estábamos acostumbrando a los horarios holandeses del barco, en el que se come a las 12 de la mañana y se cena a las 6.
Fuera como fuere, pasamos la noche navegando y serían apenas las ocho y media cuando abrimos los ojos. Nos encontrábamos a la altura del Paso Antártico, ya con rumbo al sur tras cruzar durante la noche y sin demasiados sobresaltos el llamado estrecho de Bransfield, el cual separa el continente de las Islas Shetland del Sur.
Mapa: Google Maps
Dejando a estribor la punta de la península Antártica y a babor las tres grandes islas de D´Urville, Joinville y Dundee, nos dirigíamos directos hacia la Isla de Ross, en la que se erigen tres conos volcánicos y en cuyas inmediaciones estaba prevista la primera inmersión del día.
El barco aminoró la velocidad como precaución ante los primeros y aún tímidos témpanos de hielo que ya empezaban a sembrar el mar pasados los 50 kilómetros del estrecho. Témpanos que a cada milla escalarían hasta convertirse en auténticos icebergs de decenas de metros e incontables tonos blancos, marrones, grisáceos o azulados, mientras nosotros jugábamos a ver formas familiares en sus siluetas, algunas aún de bordes afilados y otras pulidas por el agua del mar.
Foto: Roberto García-Roa
Proa del Arctic Sunrise navegando a través del océano antártico.
Foto: Roberto García-Roa
La niebla difunde los rayos del sol a lo largo de un gran glaciar.
El hielo flotando, al igual que el fuego, al igual que el mar, tiene algo inefable que uno podría quedarse mirando durante horas. Sin embargo, no habíamos acabado de maravillarnos con este cuando las primeras formas empezaron a moverse en el agua desviando nuestra atención. Se trataba de algunas focas de Ross que dispersas flotaban y nadaban en el agua aparentando divertirse; y es que las focas tienen esa gracilidad que hagan lo que hagan parece que están jugando.
Una vez hubimos fijados nuestra mirada hacia el agua, ya no pudimos levantar la vista. Habíamos oteado algunas ballenas con anterioridad en la lejanía, sin embargo, esta vez sus aletas, colas y chorros de aire comenzaron a aparecer en el agua muy cerca de nosotros, primero de una en una y más tarde por parejas. Luego, pudieron contarse por decenas. Podía decirse, de hecho, que aquel lugar era un santuario para las ballenas jorobadas, las cuales pasan esta época del año alimentándose en las aguas ricas en krill del mar de Weddell y sus inmediaciones.
Foto: Roberto García-Roa
Una ballena jorobada (Megaptera novaeangliae) saca su aleta fuera del agua.
Foto: Roberto García-Roa
Un grupo de orcas (Orcinus orca) sale a la superficie a respirar.
Estaban por todos lados, y yo que jamás había visto una ballena aún no acababa de creerme que me encontrara en aquel vasto mar antártico observándolas como el que observa carpas saltar en el Tajo.
Sin embargo, lo mejor estaba aún por llegar. De repente, un grupo de aletas más rectas y largas aparecieron en escena. Se trataba de una familia de orcas, las cuales viajan y cazan en grupo y que, muy juntas, parecían perseguir a algunas focas que tarde o temprano se convertirían en su cena. Pronto las perderíamos de vista, pero tampoco tardaríamos demasiado en encontrar un nuevo entretenimiento. En una escasa media hora comenzaría la primera inmersión del submarino… Se acercaba el momento de la verdad.
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