En el momento de escribir estas palabras nos encontrábamos de nuevo sobre los 63º de latitud sur. Podría parecer, por las coordenadas que encabezan esta carta, que en el mismo lugar que ayer. Con la salvedad, eso sí, de que para llegar hasta nuestra nueva ubicación ha sido necesario rodear la península Antártica durante el transcurso de la noche, cuyas altas montañas nevadas observábamos desde su margen opuesto, en el llamado mar de la Flota.
Mapa: Google Maps
Hoy sabemos que esta península alargada con forma de “ese” es en realidad una isla conectada al resto del continente por la capa de hielo y nieve que la recubre. También que las tierras que emergen del mar que observábamos, los llamados Antartandes, se consideran una continuación de la cordillera de los Andes que tras sumergirse bajo el mar formando la dorsal de Scotia, afloran para volver a convertirse en una cadena montañosa y hacer de la Antártida el continente más alto en promedio del planeta.
No os miento si os digo que las de hoy quizá sean las mejores panorámicas que recordaré en este viaje. Aquí los icebergs quedaban lejos, sin embargo, lucían más grandes y de las formas más inverosímiles que hayamos visto hasta entonces. El sol brillaba sobre el mar en un cielo despejado de nubes, pero desviando la mirada hacia el continente, sobre la península, se elevaban enormes y escapadas serranías en las que, según el lugar, no se alcanzaba a adivinar donde acababa la montaña y empezaban los nublados. Allí, los blancos y grises de la nieve, el cielo, la niebla y el hielo se intercalaban como la mezcla que prepara un pintor en un cubo, solo que con el horizonte como lienzo.
Foto: Roberto García-Roa
El día avanzó, y como es habitual en la Antártida el tiempo cambió rápidamente. En esta ocasión tornándose gris la bóveda celeste, más no por ello perdiendo un ápice de encanto. Las nubes hicieron acto de presencia a la vez que la silueta de su sombra se dibujaba lejana en las montañas nevadas. Luego se cerraron en el cielo por completo, dibujando junto al mar dos líneas paralelas entre cuyos tonos grises se enmarcaba el paisaje como visto a través de una pantalla de 16:9 de dimensiones épicas, y donde, desde la lejanía, los icebergs parecían elevarse hasta acariciar el cielo.
Foto: Roberto García-Roa
Todo parecía hermoso aquel día, que por una u otra razón nos invitaba a permanecer en cubierta. Apenas llevábamos un rato escaso en el camarote cuando la luz del exterior, siempre cambiante, volvió a llamarnos la atención. Decidimos subir de nuevo, pero para descubrir en esta ocasión que un gran grupo de ballenas jorobadas se repartía por todos los flancos del barco. Fue espectacular verlas tan cerca y exhibiendo un comportamiento de alimentación conocido comolunge feeding, en el que nadan sobre la superficie para, abriendo sus bocas y sacando una de las aletas laterales del agua, virar 90 grados y atrapar la mayor cantidad de krill posible.
Observándolas alimentarse, majestuosas, con sus movimientos armónicos, elegantes y lentos, se escapó la tarde en la cubierta como se le escaparía a un niño que se divierte. Y así, sin darnos cuenta nos atrapó un atardecer del que decir que era como el fuego sería quedarse muy corto. Retomábamos la marcha cuando el sol se abrió paso entre las nubes, a ras del agua. Los días en esta época del año son largos en la Antártida, y por ende, cuando el cielo está despejado, también los atardeceres. El de hoy se mantuvo en la distancia al menos durante 20 minutos, y en el puente de mando la cara de los marineros reflejaba una intensa luz naranja como la que se desprende de una lumbre en la noche.
Foto: Roberto García-Roa
Foto: Roberto García-Roa
En el horizonte, a popa, una franja incandescente como el acero de una espada en la forja partió el cielo en dos, mostrando lo que en aquellos momentos nos pareció el fin del mundo, del que huíamos a una velocidad de 10 nudos. Y aunque puede que no lo fuera, de una u otra manera, estábamos bastante cerca.
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