La mañana del 31 de julio de 1944, Saint-Exupéry despegó en misión de reconocimiento desde su base en Córcega y ya nunca volvió. A pesar de su edad y su maltrecho estado de salud, había insistido hasta lograr incorporarse de nuevo en una escuadrilla del ejército francés. El mundo que había conocido se derrumbaba, Francia estaba ocupada por los nazis y él no podía estar sin hacer nada. En aquel último vuelo quedaba resumida su vida. Y es que hay hombres que no necesitan más epitafio que el de un último gesto.Con su desaparición, Saint-Exupéry -el hombre, el escritor, el piloto- pasó a convertirse en mito.
Para Saint-Exupéry, la aviación, más que un oficio, era una forma de vivir, llegando a ser, como dice Montse Morata en su espléndido Aviones de papel, un humanista con alas. Volar dio sentido a su vida ya desde la infancia: solía responder a su madre que se encontraba ocupado con su aeroplano imaginario como pretexto para no bañarse y se entretenía en construir artefactos voladores como una vez que sorprendió a todos añadiendo un mástil con una vela a su bicicleta que, por fortuna, nunca llegó a volar.
"Aquellos veteranos alimentaban sabiamente nuestro respeto. Mas, de tiempo en tiempo, apto ya para la eternidad, uno de ellos ya no regresaba" (Tierra de hombres, 1939)
Bautizado con cinco nombres, Antoine Jean Baptiste Marie Roger de Saint-Exupéry nació en el seno de una familia aristocrática venida a menos, el 29 de junio de 1900, en Lyon. Perdió a su padre con solo cuatro años, y desde entonces, fue solo su madre la que cuidó de él y de sus otros cuatro hermanos, otro niños y tres niñas.
En el cercano castillo de Saint-Maurice-de-Rémens, propiedad de la tía de su madre, pasó gran parte de su infancia. Fue el lugar al que siempre acudió con nostalgia allá donde fuera que se encontrase a lo largo de su corta, pero intensa vida: “¡Hay que ser un incendio!”, solía decir. No fue ni París, ni las noches de soledad en el desierto del Sáhara, ni las grandes ciudades como Nueva York o los caminos salvajes de la Patagonia, no, fue aquel castillo digno de un pequeño príncipe el que siempre funcionó de consuelo al hombre que llevó a un niño en su corazón.
Saint-Exupéry vivió todas las vidas que escogió vivir hasta sus últimas consecuencias: como piloto, fue uno de los pioneros de la aviación; como escritor, fue autor de culto y llenó de poesía el mundo; como pensador, ensalzó la grandeza del ser humano por encima del individualismo; finalmente, como periodista, denunció las injusticias de la guerra. Fueron tantos sus logros que parece injusto que finalmente solo se le recuerde como el autor de El Principito (1943).
Otras obras suyas fueron también verdaderos éxitos en la época. La primera, El aviador (1926), a la que siguieron, entre otras, Vuelo nocturno (1931), Tierra de hombres (1939), Piloto de guerra (1942) o Carta a un rehén (1944). Para Saint-Exupéry la aviación no era un simple tema literario, sino el núcleo alrededor del cual giraba todo, llegando, incluso, a determinar su forma de escribir: precisa y directa: “No hay que aprender a escribir -explicó por carta a su amiga Renée de Saussine-, sino a ver. Escribir es una consecuencia”. Más tarde, esa frase, que parece una anécdota, pasó a formularse de otra forma: “Lo esencial es invisible para los ojos”. Y con es mirada fue que recorrió el mundo.