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Retrato ecuestre de Luis XIII, por Claude Deruet. Castillo de Versalles.
Los propagandistas contrarios a Richelieu dejaron la imagen de un ministro que se había adueñado totalmente de la débil voluntad de Luis XIII. La realidad fue más compleja. Durante mucho tiempo Luis miró con mucho recelo a Richelieu. Y aun después de elegirlo primer ministro, seguía sintiéndose incómodo ante un hombre 17 años mayor, con una inteligencia y una determinación de las que él mismo carecía. Richelieu supo valerse de las debilidades del rey para fortalecer su poder, por ejemplo indisponiéndolo con la reina madre y sobre todo con su esposa, Ana de Austria, y proporcionándole amistades, femeninas y masculinas, que dieran cauce a la emotividad del rey. Gracias a su condición de cardenal, no dudaba en ocasiones en sermonearlo, instándolo a comportarse a la altura de su cargo.
Pero Luis XIII nunca dejó de ser el verdadero soberano. Richelieu era sabedor de que su posición pendía del delgado hilo del favor real, y en varias ocasiones creyó perderlo, como en la Jornada de los Engaños o en la conspiración de Cinq-Mars, alentada tácitamente por el soberano. Su gran baza para mantenerse en el poder era su propia capacidad política, y la creencia que supo transmitir a Luis de que con su política la monarquía francesa recuperaría todo su esplendor. Los éxitos militares y diplomáticos que se sucedieron desde 1628 convencieron a Luis de que la política de Richelieu era la buena y que su contribución resultaba imprescindible. Como le escribía ya en 1626: "Tengo puesta en vos toda mi confianza, y ciertamente nunca he encontrado otro hombre que me sirviera tan a mi gusto...".
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