Vermillion Cliffs, o la historia escrita en la roca
Fotografías de Richard Barnes
Coja una silla de jardín y una sombrilla, además de mucha agua, y vaya a las llanuras donde crece la salvia, al sur de la Carretera 89A a su paso por Arizona, cerca de la embocadura de Badger Canyon. Ponga la silla orientada al norte, hacia Utah, y tome asiento. A su espalda, el río Colorado excava un profundo meandro desde la presa de Glen Canyon hasta el Gran Cañón. Enfrente se yergue una caótica filigrana de roca de más de 900 metros de altura: los Vermilion Cliffs, unos acantilados impresionantes con riscos y vertientes, algunas fracturadas y escarpadas, otras formando retículas y hendiduras. En sus colosales fisuras verticales se percibe la más absoluta quietud. Abajo, a lo largo de los estratos inferiores, semejantes a las capas de una gran tarta nupcial, se han ido depositando los cúmulos de roca, como la arena contenida en el receptáculo inferior de un reloj de arena.
Seguramente se preguntará cuánto debería esperar hasta que un peñasco del tamaño de un autobús se desprenda de ese caos. Podría ocurrir justo ese mismo día, pero es más probable que los descendientes de sus descendientes sigan sentados en esa silla, cientos de generaciones más tarde, aguardando a que el barranco se desintegre un poco más. La roca es antigua, como lo son los rastros de su erosión.
Hace millones de años, el lugar en el que se encuentra sentado posiblemente estaba sepultado bajo las actuales capas visibles, unos estratos que hoy reciben el nombre de moenkopi, chinle, moenave, kayenta y navajo, cada uno de ellos con su propio color y resistencia a la erosión. La meseta Paria lleva eones retrocediendo hacia el noroeste, y estos acantilados muestran ese retroceso, la acción de la erosión que se ha producido hasta el momento.
Cuesta creer que un monumento nacional de riscos tan imponentes, con un color encendido que recorre todo el espectro cromático conforme avanza el día, pueda conocerse tan poco. Y sin embargo, aparte de uno o dos de sus hitos más famosos, muy pocos han oído hablar de este lugar. Uno de los motivos es que el Monumento Nacional Vermilion Cliffs está eclipsado por sus vecinos, entre los que se cuentan algunos de los parques y monumentos nacionales más famosos de Estados Unidos: el Gran Cañón, Zion y Bryce Canyon, entre otros.
Otra razón es lo abrupto del terreno. Pese a estar a solo 10 kilómetros del lago Powell y sus legiones de barcos de recreo, las 120.000 hectáreas del monumento no son aptas para aficionados. «Sales del coche y entras en la cadena trófica», bromea un funcionario de la Oficina de Gestión del Territorio, que supervisa y tutela el monumento. Los depredadores aquí son el sol, el calor, la sed, la ignorancia y el aislamiento. También las serpientes de cascabel y los escorpiones. Casi no hay senderos marcados, ni avisos advirtiendo de los peligros, ni los guardas que hay en otros parques nacionales. Aquí el móvil no funciona, se acampa donde se puede y no hay más agua que la que uno acarrea.
Los acantilados son zona natural protegida desde 1984. Forman una herradura invertida de forma irregular, abrupta y cortada a pico en el lado oriental, el más próximo al río Colorado. Luego describen una pronunciada curva hacia el sur y van perdiendo altura en su vertiente occidental a medida que avanzan hacia Utah, en paralelo a la carretera de House Rock Valley, una de las pistas de tierra más hermosas del Oeste de Estados Unidos. Si usted sigue el arco de esa herradura, los imponentes acantilados no dejarán de acompañarle.
En cambio, si coge el coche y sigue la carretera paralela a la vertiente septentrional de la herradura, ni siquiera se dará cuenta de que los precipicios están ahí. Si se interna caminando en la meseta Paria, tendrá la sensación de estar atravesando una isla rodeada de cielo. Los acantilados están a sus pies, invisibles aun, pero podrá sentir su presencia. Se encontrará inmerso en un mundo plano cuyo confín es un abismo de escarpa vertical que limita con el espacio etéreo. Pero cuando llegue al final de la meseta, en lo más alto de Vermilion Cliffs, comprobará que el mundo continúa, descendiendo escalonadamente, nivel a nivel, hasta el Gran Cañón y más allá.
La meseta Paria y su orla de acantilados fueron declarados monumento nacional en el año 2000, fundamentalmente en reconocimiento de su exquisito repertorio de formas erosivas: paisajes conformados por el tiempo, el viento, la gravedad y el agua, pero sobre todo, por la arena. Está la arena de hoy: la que cruje entre los dientes, la que sepulta los pies, la que se satura de agua y se traga los neumáticos en las pistas serpenteantes del centro de la meseta, en Sand Hills. Esa arena (de antigüedad ganada a pulso, grano a grano) procede de una arena prehistórica: la arenisca navajo que forma la meseta y los acantilados. Esta arenisca, a su vez, es lo que queda de un enorme erg, un mar de dunas modeladas por el viento que durante millones de años tapizó lo que hoy es la meseta del Colorado. Cuesta imaginar esa geología escultora de un paisaje así, más aun si se acerca hasta The Wave, oculto en la esquina noroccidental del monumento, en un lugar llamado Coyote Buttes.
The Wave es un tumulto de dunas veteadas y fosilizadas que parecen olas petrificadas, en eterna elevación y curvatura, alcanzando cotas imponentes justo antes de romper. Lo que los años de erosión han dejado tras de sí (esas olas caóticas de arenisca lisa y ribeteada) es el acta de las reacciones químicas producidas a medida que evolucionaba la arenisca, con sus múltiples patrones de decoloración, y se formaban los depósitos de óxido de hierro y otros minerales. En su sinuosidad, The Wave forma un sifón eólico, su geometría acelera el viento de igual manera que una pista curva acelera a un skater.
Intente nombrar los colores que verá brillando en la piedra: cambiarán antes de que le dé tiempo a hacerlo. El sol rota surcando el cielo, las nubes crecen y se desvanecen, y The Wave muta por momentos sin que nada cambie.
Para salvaguardar esta formación extraordinaria, la Oficina de Gestión del Territorio solo permite el paso a 20 personas por día, de modo que se encontrará prácticamente solo frente a una tierra virgen. No es el South Rim del Gran Cañón, una visión panorámica compartida con miles de visitantes. Aquí se experimenta una intimidad sensorial: la abrasión de la piedra, el aroma de la lluvia sobre la roca, una luz caleidoscópica que sobrecoge ante la presencia de tanto tiempo petrificado.
Los procesos geológicos que conformaron The Wave, así como los acantilados, los cañones y las mil y una formas del paisaje, siguen avanzando, huelga decirlo, pero quedan ocultos por el momento presente. Una tarde seguí el lecho seco del arroyo Buckskin Gulch, en la vertiente septentrional del monumento, desde una senda que arrancaba justo después de la carretera de House Rock Valley. Los montes que me rodeaban estaban punteados por formaciones de arenisca que se me antojaban crisálidas de un insecto imposible de identificar.
Buckskin Gulch es famoso por su profundo cañón, pero antes de adentrarme en él me topé con una ladera de arena de color rojo, tan lisa, tan perfecta en su forma y textura como la que deja una ola en la arena de la playa al retirarse. Se diría que cada grano sabía dónde debía estar. Era arenisca en ciernes, todavía sin solidificar y aguardando la diagénesis, es decir, la transformación química que acabará por convertirla en roca.
Distinguir la estratigrafía de la piedra en el acantilado es bastante sencillo, pero aquí también hay otra estratigrafía, la de la vida y sus formas biológicas, y aun otra más reciente, la que delata la huella humana. Remóntese lo suficiente en el tiempo (190 millones de años y más, cuando este era un mundo muy diferente) y encontrará las especies primitivas, algunos crocodilios y animales con aspecto de ave, que dejaron su impronta en la arenisca navajo y en las formaciones subyacentes.
En la meseta hay señales de habitantes más recientes: algunas estructuras de ranchos abandonados que hay tras pasar una puerta de alambre y subir al Corral Valley, donde crecen pinos piñoneros y enebros. No es un paisaje tan espectacular como Coyote Buttes, casi ninguno lo es, pero tiene su encanto. Las pozas someras en la arenisca recogen hasta la última gota de lluvia. Y hay cárcavas de hierba árida y restos de valla de alambre que parecen existir solo para retener las plantas estepicursoras (o rodadoras).
Hace miles de años este paisaje pertenecía a cazadores-recolectores indígenas, que debieron de atravesarlo una y otra vez. Después llegaron los indios pueblo, y más tarde los paiute, que compartieron parte de su conocimiento del territorio con un misionero mormón llamado Jacob Hamblin. Este misionero, que se asentó en el House Rock Valley, llegó a conocer el paisaje de Vermilion mejor que ningún otro hombre blanco de su época. El explorador John Wesley Powell describió a Hamblin como un «hombre callado y reservado que cuando habla lo hace en un tono pausado y sosegado que causa gran impresión».
Descienda a pie por el cañón del río Paria, y 60 kilómetros después, en una marcha de no menos de cuatro jornadas hasta el río Colorado, llegará al lugar en que Powell y los maltrechos restos de su primera expedición acamparon la noche del 4 de agosto de 1869: la desembocadura del río Paria, que Hamblin había descrito al explorador el año anterior. Powell había planeado el descenso del Colorado estudiando el parco relato del franciscano Silvestre Vélez de Escalante, quien en 1776 intentó viajar con su comitiva desde Santa Fe (en el actual Nuevo México) hasta Monterey (California). También él acampó cerca de la desembocadura del río Paria, confiando en hallar una ruta más directa de regreso a Santa Fe. Powell describía los acantilados con una prosa exuberante; el padre Escalante se limitaba a decir que el paraje tenía «una agradable apariencia confusa».
Vigilando desde lo alto a todos esos humanos, itinerantes o residentes, estarían las aves que hoy conocemos como cóndores californianos (Gymnogyps californianus), que vivían en las zonas elevadas de los acantilados. Generación tras generación, habrían velado estos parajes desde hace al menos 20.000 años (quizás incluso 100.000) en un número que menguó según iban desapareciendo los grandes mamíferos del pleistoceno. La región de Vermilion Cliffs se quedó sin cóndores a principios del siglo XX. En 1996 fueron reintroducidos y desde entonces su población se tiene que reforzar con sueltas anuales. Desde el punto de avistamiento de cóndores, en la carretera de House Rock Valley, seguro que podrá ver las rocas en las alturas manchadas con sus excrementos.
¿Cuánto tardará en avistar un cóndor? La buena noticia es que la espera se medirá en escala biológica, no geológica. Mientras aguarda bajo el sol de Vermilion, puede imaginar el sonido del viento en los oídos del cóndor mientras aprovecha las corrientes para elevarse, y el panorama que divisa cuando inclina la cabeza a un lado y a otro, vigilando de nuevo la meseta.