Caminata Más Allá del Edén III: Bendita. Maldita. Disputada
Jerusalén no es una ciudad de guerra. Avner Goren lo sostiene categóricamente.Viajamos a pie, caminando bajo un cielo sin nubes en el Levante mediterráneo y siguiendo un curso de aguas residuales sin tratar que discurren veloces (45.000 metros cúbicos al día) y espumean desde que nacen en Jerusalén Este, un vertido hediondo que recorre 36 kilómetros hasta desembocar en el mar Muerto. Seguimos el río de residuos como si fuese un camino de peregrinaje. Goren, uno de los arqueólogos más insignes de Israel, así lo concibe. «Aquí ha habido 700 conflictos desde la fundación de Jerusalén –dice, mientras se abre paso como buenamente puede entre las masas de turistas religiosos que atestan la Ciudad Vieja de Jerusalén–. Pero también hubo largos períodos sin guerra. Y la población convivía en paz.» Somos tres.
Goren: nacido en Jerusalén, intelectual, cabellos alborotados, ojos azules de mirada soñadora, y judío. Bassam Almohor: amigo y fotógrafo palestino, guía de senderismo infatigable, de Cisjordania. Me uno a ambos tras 381 días de andadura rumbo al norte desde África, un viaje que me ha llevado desde la cuna biológica de la humanidad en el Rift Valley etíope hasta el lugar donde surgió la agricultura, donde se inventó la escritura, donde nacieron las deidades supremas: el Creciente Fértil. Mi viaje forma parte del proyecto Caminata Más Allá del Edén, cuyo objetivo es recorrer de nuevo, paso a paso, los caminos que siguieron nuestros antepasados de la Edad de Piedra en su descubrimiento del mundo. Siete años caminando hasta el último confín de la Tierra alcanzado por nuestra especie: el extremo más austral de América del Sur. Cuando describo mi trayectoria a Goren, me responde: «Vienes del sur, como Abraham».
Nuestro peregrinaje siguiendo el río de aguas residuales –metáfora magistral de Goren– es tan fascinante como excéntrico: el arqueólogo quiere limpiarlo (Alemania ha prometido ayudar en la instalación de una planta depuradora) y habilitar kilómetros de sendas «verdes» a través del valle legendario donde hace 5.000 años se fundó Jerusalén. Las rutas de senderismo que imagina nacerían en la Ciudad Vieja de Jerusalén y atravesarían el desierto bíblico, donde rezuma la contaminación bajo un sol abrasador. Como las aguas fecales cruzan la barrera que separa Israel y Cisjordania, la ruta tendería un puente entre las vidas de palestinos e israelíes. El río purificado, al arrastrar en su árida cuenca tanto lo sagrado como lo profano, contribuiría a consolidar la paz entre los dos archienemigos de Oriente Próximo. «Esta peregrinación será distinta en muchos sentidos –dice Goren–. Sigue un corredor de enorme importancia cultural y religiosa, cierto, pero además establece entre palestinos e israelíes una conexión real, tangible. Por no hablar del beneficio que supone limpiar las aguas.»
"Aquí ha habido 700 conflictos desde la fundación de Jerusalén. Pero también hubo largos períodos sin guerra. Y la población convivía en paz"
Partimos de los santuarios de las tres fes de Abraham: la Cúpula de la Roca, la iglesia del Santo Sepulcro y el Muro de las Lamentaciones, cuyas piedras están cuajadas de plegarias escritas en papel. Sudamos al recorrer las calles insoladas de los barrios palestinos. Seguimos la corriente por colinas yermas, en una de las cuales rodea un monasterio del siglo vi cual foso fétido. El río atraviesa un campo militar de tiro. En las gargantas donde no corre el aire respiramos por la boca para atenuar el hedor. Dos días después llegamos al final: el mar de sal que separa Israel de Jordania. «Estamos en la cuna del monoteísmo –me dice Goren desde lo alto de una colina que domina la masa de agua del color del hierro–. Una vez inventamos la agricultura, ya no necesitamos una ninfa en cada manantial. Los antiguos dioses de la madre naturaleza quedaron obsoletos.» Y tras de sí solo dejaron misterios infinitos.
El sueño de Goren parece tan imposible, tan inviable, tan ingenuo. (Semanas más tarde habría un nuevo enfrentamiento entre palestinos e israelíes. Los misiles surcarían el cielo. Israel invadiría la vecina Gaza. «Esto me retrasará dos años –diría Goren con un suspiro–. En fin, tendré que esperar.») Seguramente así fue cómo debimos de avanzar los humanos, en los albores de nuestra especie, por el mundo. Contra todo pronóstico. A lo largo de 2.500 generaciones de contratiempos, angustias, reveses, crisis de fe. Pero sin duda lo importante es la búsqueda.
Caminamos hacia el norte, Hamoudi Alweijah al-Bedul y yo, desde la frontera de Arabia Saudí. Ascendemos el Gran Rift Valley que los geógrafos musulmanes llaman la «ceja de Siria». ¿Qué es la ceja de Siria? Una muralla de roca, un colosal nudillo de arenisca que se eleva como un puño desde Hisma, las pálidas llanuras fronterizas del sur de Jordania. Los cartógrafos árabes de la Edad Media presentaban esta alta barrera como un linde, un confín. Al sur, los vastos desiertos de los nómadas árabes, un reducto de vientos impredecibles, de espacio abierto, de movimiento incesante y monturas de cuero: la tierra de las indómitas tribus beduinas. Al norte, los territorios más fértiles y codiciados de los pueblos sedentarios, de civilizaciones amuralladas, de fronteras superpuestas dibujadas y tachadas: el intrincado corazón del Levante mediterráneo. Nuestros pasos nos llevan al Creciente Fértil, incubadora primigenia de la transformación humana. Reñidero de imperios. Palimpsesto de rutas comerciales. Hogar de dioses celosos. La primera tierra de promisión.
Hamoudi, mi guía, canta durante el ascenso. Conduce una mula de carga, encorvado frente al viento gélido. Su kufiya de colores desvaídos flamea como una bandera. Yo voy por delante, tirando de otra mula cargada. Hamoudi también me guía a mí, como si formase parte de la recua. «¡Izquierda!», exclama en árabe. «¡Derecha!» Y: «¡No, no, no, recto!». En tres días de caminata, mi compañero beduino y yo dejamos atrás toros neolíticos grabados a tamaño natural en la roca de Uadi Rum, un legendario corredor de arenas anaranjadas, primordial válvula de migración humana que T. E. Lawrence llamó «camino procesional que supera la imaginación». Acariciamos con los dedos inscripciones dejadas hace 2.000 años por mercaderes de incienso nabateos y pastores nómadas. Perdemos pie sobre escombros de fuertes romanos. Acampamos junto a las ruinas de iglesias de Bizancio, el imperio cristiano oriental. Por doquier vemos oraciones grabadas por peregrinos musulmanes que hace siglos caminaron rumbo al sur, hacia La Meca.
La tormenta nos alcanza al borde del valle del Jordán. El viento racheado lanza puñales de tierra. Las mulas gimen. Desquiciado por los relámpagos, un dromedario pasa trotando junto a nosotros y se pierde en la penumbra. Las beduinas rehúsan darnos cobijo. En el crepúsculo violeta, gritan objeciones desde el interior de sus tiendas. Cae la noche. Continuamos camino. «Palestina», dice Hamoudi a los tres ovejeros enjutos, barbudos y mugrientos que por fin nos acogen. Tan buen destino como cualquier otro. Los pastores atizan las brasas encarnadas del hogar. Con suma cortesía se interesan por nuestro estado. Dan gracias a Dios de que estemos bien. Tengo los pies helados. Hamoudi me guiña un ojo y sonríe. Dormirá con su puñal sobre una alfombra de arena. Mañana es Navidad.
La humanidad hizo un alto en el camino al pasar por Oriente Próximo. Famélicas bandas de cazadores-recolectores, fatigados después de vagar durante 200.000 años, se asentaron en los valles blanquecinos del Levante mediterráneo. Buscaron manantiales fiables de agua dulce. Aprendieron a sembrar plantas silvestres: cebada, escanda, lino… Domesticaron bueyes salvajes, cuyos cuernos tenían una envergadura de 1,80 metros. El imperativo nómada de la caza quedó relegado para siempre. En vez de cazar, los recién convertidos en sedentarios empezaron a colocar piedra sobre piedra, y construyeron así las primeras aldeas, ciudades, urbes. Llegó la fundición de metales. También el comercio y el ejército. Todo un mundo completamente nuevo bulló, prosperó, se expandió, el mundo que hoy seguimos habitando. Esta «revolución neolítica» se produjo hace entre 9.000 y 11.000 años. Surgió de forma independiente en las primeras sociedades agrícolas de China, Mesoamérica y Melanesia, pero el primer brote germinó en las arrugadas colinas parduscas y las frondosas márgenes fluviales de la ruta que estamos siguiendo desde que partimos de África. O eso dicen los libros de texto.
Hamoudi y yo caminamos 480 kilómetros hacia el norte, una ardua marcha por las sombras de color malva de los montes de Transjordania. Tiramos de las mulas testarudas por los senderos turísticos de Petra, la fabulosa capital nabatea tallada en la roca. Caminamos junto a necrópolis de la Edad del Bronce, como Fayfa y Bab edh-Dhra, los osarios que algunos eruditos relacionan con las ciudades destruidas del Génesis, Sodoma y Gomorra. Menos famosa es Uadi Faynan. Descubierto en 1996, este yacimiento descansa en la cima de una inaccesible terraza de grava sobre el desolado y polvoriento valle del río Jordán. Es un enigma, una paradoja. Contradice el relato habitual del progreso humano. Viviendas circulares, muelas, industria lítica: los vestigios del poblado datan, asombrosamente, de hace 12.000 años, en plena Edad de Piedra nómada. Quienes aquí se asentaron no eran agricultores ni ganaderos. Eran cazadores. Y sin embargo levantaron un gran anfiteatro de adobe, una plataforma cuidadosamente acanalada para conducir líquido, puede que sangre. Aparentemente acudían para asistir a algún tipo de ritual. Para rezar. Y al igual que el Göbekli Tepe de Turquía, otro antiquísimo escenario de culto hoy conocido en el mundo entero, Uadi Faynan 16 sugiere que quizás haya sido la religión organizada –un hambre espiritual, no la del estómago vacío– lo que puso punto final a nuestra vida errante, encendió la llama del urbanismo, nos modernizó.
«El anfiteatro parece haber sido diseñado para la adoración comunitaria –dice Mohammad Dafalla, guía arqueológico que participó en las excavaciones de Faynan 16–. Aquí se puso fin a algo antiquísimo y nació algo nuevo.»
Hamoudi apaña unas ramitas para encender una fogata. A nuestros pies se abre el valle del Jordán: una ruta vasta y yerma hollada por profetas. Por Abraham y Moisés. Por Jesús y Juan el Bautista. Los primeros humanos lo atravesaron al abandonar África hace al menos dos millones de años. Los hipopótamos, hoy extinguidos, pacían en los pantanos también hoy desaparecidos del valle. Hasta el último centímetro de este paisaje inmemorial ha sido disputado, bendecido, maldecido, reclamado en nombre de una u otra divinidad. Es una tierra gastada como la moneda que ha pasado por incontables manos.
Hamoudi pone a hervir la tetera. Con los ojos entornados contra el tórrido viento del desierto, desde la primera casa de dios contemplamos la novedosa idea de la tierra santa: el hogar. Una milagrosa lluvia en el desierto. Calados hasta los huesos, avanzando a duras penas, caminamos hasta As-Safi. Conducimos las empapadas mulas por las calles mojadas. Nos dirigimos al único punto de interés de la ciudad jordana: el «museo a menor altitud del mundo».
El edificio encalado está junto al mar Muerto, exactamente a 405 metros bajo el nivel del mar. En la sala de exposiciones, tras una cristalera, en un laboratorio inundado de luz blanca, un equipo de restauradores trabaja en un antiguo suelo bizantino: 37 metros cuadrados de fragmentos de piedra. El suelo data del siglo V y contiene 300.000 teselas de tonos rojos, marrones, amarillos, oliváceos y blancos. Expertos griegos, australianos y jordanos se han dado cita aquí para recomponer el rompecabezas. Llevan en ello 14 años. Stefania Chlouveraki, directora del proyecto, está de pie ante una larga mesa de clasificación. Gira una y otra vez los fragmentos. Coloca cada uno en su lugar: un magnífico cuadro de leones, cruces, granados.
Esta tenaz conservadora arqueológica ha recuperado piezas antiguas de todo Oriente Próximo, un lugar rebosante de historia, repleto de objetos que es obligado preservar, documentar, rescatar. Ella siente predilección por Siria. Tiene muchos amigos en la antigua ciudad de Hama, importante encrucijada cultural. Está preocupada por su seguridad. Buena parte de la ciudad ha sido destruida por la dictadura de Assad en la brutal guerra civil que asola el país. Duda incluso de que jamás vuelva a ver Hama. Se equivoca, pues Hama la rodea por doquier.
Cientos de miles de sirios se refugian en Jordania bajo protección de la ONU. En los campos de regadío de As-Safi, esos refugiados sobreviven con lo mínimo, recogiendo tomates por menos de 10 euros al día. Hamoudi y yo hemos estado con ellos casi todas las noches. Todos proceden de Hama. Una ciudad entera ha huido del apocalipsis, cruzando fronteras, pasando puertos de montaña, para desperdigarse por el valle del Jordán. Las mujeres sacan delicados juegos de té rescatados de las casas bombardeadas. Cuelgan finos bordados sirios, llamados sarma, en el interior de sus tiendas polvorientas para recordar el hogar. Sus rostros, al pensar en sus muertos, se iluminan de pura tristeza. He aquí el mosaico más profundo del Levante mediterráneo. En este lugar, hace una eternidad, inventamos las ciudades. En este lugar, hoy, volvemos a dispersarnos huyendo de la guerra, como teselas rotas, y regresamos al nomadismo.
En este lugar, hace una eternidad, inventamos las ciudades
Tierra Santa es un territorio codiciado. Está profundamente amurallado. Pocos extranjeros comprenden hasta qué punto. A unos kilómetros de Ammán, en las orillas del Jordán, donde el río marca la frontera entre Jordania y la Cisjordania ocupada por Israel, la gente se reúne para celebrar la Epifanía. Es un rito de Año Nuevo que celebran los cristianos ortodoxos. Acuden al río sagrado para entonar cantos, para rebautizarse. También para hablarse a voces, separados por cinco metros de aguas turbias. «¿Qué tal la tía?» «¡Levanta al bebé!» y «¡Di a Mariam que esta noche la llamamos!». Son familias árabes cristianas, divididas por la guerra que en 1967 enfrentó a Israel y sus vecinos árabes. Una vara metálica, casi al alcance de la mano desde cualquiera de las riberas, asoma del agua marcando la frontera. Si a alguien se le ocurriese vadear el río, soldados israelíes y policías jordanos intervendrían al instante. Unos días más tarde atravieso el Jordán en autobús: está terminantemente prohibido cruzar a pie el puesto de control del puente de Allenby.
«Puestos de control. Puestos de control –me dice Bassam Almohor–. Tenemos puestos de control hasta en la mente. Si nos diesen libertad de movimiento, ya no sabríamos cómo actuar.» Almohor, de mediana edad, es un narrador de historias. También un paseante compulsivo. Un palestino que espera lo peor de la vida para así llevarse gratas sorpresas: un amante de la ironía. En el transcurso de dos abrasadoras jornadas caminando por Cisjordania, serpenteamos por una maraña de fronteras visibles e imaginarias, vallas, muros, barreras, zonas vedadas. Después de un año sumido en las vistas infinitas de Arabia, de África, semejante partición del paisaje me causa vértigo.
Con una superficie de solo 5.860 kilómetros cuadrados y atestada con 2,7 millones de habitantes, la Cisjordania ocupada, el corazón del propuesto estado palestino, está dividida en virtud de los Acuerdos de Oslo en zonas de control palestino y zonas de control israelí: las zonas A, B y C. Cada una tiene sus propias restricciones, directivas, normativas. El mapa político del territorio parece una radiografía: un corazón enfermo, coagulado, vaciado. Pasamos junto al palacio de Hisham, en Jericó, un tesoro poco conocido del arte islámico del siglo VIII (zona A). Bajo un sol de justicia, escalamos el yermo escarpe oriental del Gran Rift Valley (zona B), esquivando los asentamientos israelíes cercados con alambre de espino (zona C). Tras 42 duros kilómetros por una reserva natural y un campo de artillería israelí (de nuevo zona C), llegamos destrozados a Belén (de vuelta a la zona A).
En nuestro hotel, una fila de relojes da la hora de Lagos, Bucarest, Kiev: las capitales de los peregrinos que vienen a hincarse de rodillas en el lugar de nacimiento de Cristo. En realidad el mundo entero pasa en fila india por la basílica de la Natividad. Almohor y yo nos sumamos a las largas colas de argentinos, rusos, estadounidenses, franceses. Entre nubes de incienso, posan las manos sobre piedras pulidas de tanto tocarlas, allí donde el Altísimo apareció sobre la Tierra.
Un templo medieval de la Iglesia Ortodoxa Griega controla el acceso a la gruta del pesebre. La iglesia católica romana anexa, de construcción posterior, se conforma con una mirilla. Los visitantes católicos acercan el ojo al orificio para ver la luz amarillenta del escenario de la santa natividad. He aquí un clásico arreglo cisjordano: un Acuerdo de Oslo celestial. Hombres danzando. Con los brazos sobre los hombros de los compañeros, levantando los pies al frente para luego golpear el suelo mientras giran en una gran rueda, agitando botellas de vino. Echan atrás la cabeza. Risas al cielo. Están felices. Dan tumbos por la calle. Hacen eses entre el tráfico que los recibe con bocinazos. Por las aceras van los niños, con su extraño indumento: un carnaval de soldados en miniatura, ninjas, geishas, centuriones romanos. «Todo lo que odiamos», explica un hombre en un inglés rudimentario. Se refiere al pecado. Carcajeándose, sigue bailando. Es jaredí, integrante de la comunidad judía conservadora que rechaza la cultura seglar moderna. Bene Beraq –satélite ultraortodoxo y económicamente deprimido de Tel Aviv– se abrasa en la planicie mediterránea de Israel. Los hombres visten como cuervos: traje grueso de color negro, sombrero negro, largas barbas los abuelos y peot (los largos tirabuzones laterales de los piadosos) los chicos. Las mujeres, pálidas, miran en silencio bajo el sol. Falda insulsa, calzado anodino, pañuelo en el pelo. El jolgorio etílico es una nota discordante. Una verbena de cuáqueros. Una jarana de imanes. Una bacanal de menonitas.
Estas gentes pías… ¿Han perdido la cabeza?
No. Es muy sencillo: después de atravesar a pie los trillados confines de África, he entrado en un laberinto intrincado, una enmarañada encrucijada del mundo donde en cada punto del paisaje se lee un sacramento, un maremágnum de fes llamado Oriente Próximo. El extraño entusiasmo de Bene Beraq es el festejo de la alegría, de la supervivencia: son los Purim. Conmemoran que hace casi 2.500 años los judíos se libraron de un genocidio a manos de los persas. Tramada por el cortesano Amán, la masacre fue frustrada por dos judíos valientes, Ester y su padre adoptivo, Mardoqueo. Cada decimocuarto día del mes de adar los judíos celebran que siguen vivos. Se hacen regalos. Beben hasta estar «fragrantes de vino». Una fiesta de lo más apetecible. Me sumo a ella. Desaliñado, con la ropa raída, zapatos agujereados y curtido por el sol, mi disfraz es permanente: voy de viajero, de forastero. Mi caminata es una danza.
El antropólogo Melvin Konner escribe que los maestros del num (una danza ceremonial de los bosquimanos !kung), chamanes del Kalahari y miembros del que podría ser el pueblo más antiguo del planeta, inducen un trance espiritual bailando durante horas en torno a una hoguera. En este arduo ritual, cada paso se traduce en una sacudida rítmica en la base del cráneo, y son hasta 60.000 –el número de pisadas de un día de viaje a pie–. El resultado, dice Konner, es un estado psicológico que todos buscamos desde los albores de nuestra especie, «ese sentimiento “oceánico” de unidad con el mundo». Esto puede explicar la neurología del éxtasis. Pero, ¿cómo explicar su búsqueda?
Saldré del crisol del Levante mediterráneo por el puerto israelí de Haifa. Adquiero un pasaje en un mercante que me llevará hasta Chipre esquivando el matadero en que se ha convertido Siria. De Chipre pasaré a Turquía.
Al sur de Haifa, a un día de camino a pie para llegar a ese destino, abren sus fauces las cuevas del monte Carmelo, cuyas entrañas albergan huesos de Homo sapiens de hace 100.000 años. Este famoso yacimiento arqueológico marca el punto más lejano desde África que alcanzó la migración humana en el paleolítico medio, la frontera exterior de nuestro conocimiento del cosmos. Entro en las cuevas en plena tormenta. Las autoridades han colocado maniquíes en el interior de estos abrigos: cavernícolas de escayola vestidos con pieles que miran hacia el Mediterráneo, hacia el mar de Homero, hacia el pasillo que desemboca en la modernidad. Pero en el recuerdo, el verdadero colofón a mi andadura por Oriente Próximo ya ha tenido lugar. Meses atrás había acampado a orillas del mar Muerto con una familia beduina.
El padre, Ali Salam, era pobre. Recogía latas en la cuneta de la carretera. Su esposa adolescente, Fatimah, tímida y sonriente, acunaba a su bebé enfermo bajo una lona de plástico. Cocinaba unos tomates robados de los huertos. Al otro lado del asfalto, a menos de 200 metros, brillaba en la noche un complejo hotelero de lujo. Imaginé a otra pareja que quizá también perdiese la mirada en la oscuridad tras unos ventanales, sosteniendo una copa del minibar. ¿Distinguirían nuestra fogata? ¿Oirían la tos pertinaz del bebé? Claro que no. Intenté odiarlos. Pero no eran malas personas, la pareja de la habitación bien iluminada. Ni mejores ni peores que los demás viajeros que recorrían aquella solitaria carretera del desierto. Esa era la única teología del camino. Los beduinos. Los huéspedes del hotel. La carretera que los separaba y los unía.