En una suave pendiente de la zona meridional de la Sierra Nevada californiana, a unos 2.100 metros sobre el nivel del mar y dominando un cruce de senderos del Parque Nacional de las Secuoyas, se yergue un árbol colosal. El tronco es rojizo, está engrosado por múltiples capas de corteza rugosa y mide ocho metros de diámetro en la base. Si uno inclina la cabeza hacia atrás, tratando de distinguir la cima o ver la forma de la copa, puede acabar con tortícolis. Es un árbol tan grande que es imposible verlo entero. Tiene un nombre, el Presidente, que le fue otorgado hace unos 90 años por sus admiradores. Es una secuoya gigante, un ejemplar de Sequoiadendron giganteum, una de las varias especies de secuoya que todavía existen.

Aun así no es el árbol más grande del mundo, sino el segundo. Las recientes investigaciones de Steve Sillett, científico de la Universidad Estatal de Humboldt, y sus colegas han confirmado que el Presidente ocupa el segundo puesto en la lista de árboles evaluados, y eso que el equipo ha medido un buen número de ellos. No es tan alto como algunos ejemplares de secuoya de la costa o de Eucalyptus regnans de Australia, pero su volumen total es muy superior. Su ápice, seco por la caída de un rayo, se alza a 75 metros del suelo. Sus cuatro grandes ramas, cada una del tamaño de un árbol grande, parten de la mitad del tronco y se despliegan en una copa compacta. Aunque el tronco no es tan grueso como el del gigante número uno, el General Sherman, la copa es más densa. El Presidente tiene alrededor de 2.000 millones de hojas.

Los árboles crecen a lo alto y desarrollan co­­pas anchas porque compiten con otros árboles por la luz y el agua. Y siguen creciendo una vez alcanzada la madurez sexual, a diferencia de lo que ocurre con los mamíferos terrestres o con las aves, cuyo tamaño se ve constreñido por la gravedad. La fuerza universal también les pone coto, pero no del mismo modo que al cóndor o a la jirafa. El árbol no necesita desplazarse, de modo que refuerza su estructura añadiendo con­tinuamente más madera. Dado que la búsqueda de recursos del cielo y del suelo es para ellos un imperativo constante, con el tiempo pueden llegar a adquirir un tamaño descomunal y seguir creciendo. Las secuoyas gigantes son tan enormes por su extraordinaria longevidad.

Y son tan longevas porque han sobrevivido a todas las amenazas que podrían haber acabado con ellas. Su enorme fortaleza impide que el viento las tumbe. Los ácidos tánicos y otras sustancias químicas que bañan el duramen y la corteza las protegen de los hongos. Los escarabajos xilófagos apenas les hacen mella. Su gruesa corteza es ignífuga. De hecho, los incendios be­­nefician a las poblaciones de secuoyas, ya que acaban con otros competidores y encima abren sus piñas, liberando unas semillas que consiguen arraigar gracias al sol y las fértiles cenizas. Los rayos dañan a los grandes ejemplares adultos, pero no suelen matarlos. Por todo ello, crecen en edad y tamaño milenio tras milenio.

Otra amenaza de muerte es, huelga decirlo, la tala. A fines del siglo XIX y principios del XX se cortaron muchas secuoyas gigantes, pero la madera de esos viejos colosos era tan quebradiza que a menudo los troncos se rompían al impactar contra el suelo, y lo que quedaba apenas tenía valor. Se usaba para hacer postes de vallas y otros productos de madera de desecho. Dada la dificultad de manejar maderos de seis metros de grosor, la tala de secuoyas no era rentable.

Cuando en el año 1890 se estableció el Parque Nacional de las Secuoyas, el turismo pronto demostró que las secuoyas gigantes tenían más valor vivas que muertas.

Algo que conviene recordar, como me explicó Steve Sillett durante una conversación en el bosque, es que las secuoyas soportan meses de temperaturas bajísimas. Su hábitat predilecto es extremadamente invernal, muy severo, así que deben ser resistentes. La nieve se amontona en torno a ellas y carga sus ramas, mientras el termómetro ronda los –10 °C. Sobrellevan el peso y el frío con aplomo, igual que tantos otros rigores. «A la secuoya le va la nieve», dijo Sillett.

Entre los sorprendentes descubrimientos realizados por el equipo de Sillett está el hecho de que el ritmo de crecimiento de un árbol adulto –no solo su altura o su volumen total– puede aumentar durante su vejez. De hecho, un ejemplar tan longevo como el Presidente acumula más madera nueva en un año que un árbol joven y robusto. La produce alrededor del tronco, que se ensancha, y en las ramas, que se engrosan.

Este descubrimiento contradice una antigua premisa de la ecología forestal: que la producción de madera disminuye conforme el árbol envejece. Ese axioma, que ha justificado incontables decisiones de gestión en favor de la silvicultura de ciclo corto, puede ser cierto en algunos lugares y con algunos tipos de árbol, pero no funciona con las secuoyas gigantes (ni con otras especies altas, entre ellas las secuoyas de la costa). Sillett y su equipo lo han refutado haciendo algo que nunca habían hecho los ecólogos forestales: trepar a los gigantes, recorrerlos de arriba abajo y medirlos centímetro a centímetro.

Con las bendiciones y la autorización del Servicio de Parques Nacionales, se encaramaron al Presidente para medirlo. Las mediciones eran parte de un estudio más amplio, un proyecto de seguimiento a largo plazo de secuoyas gigantes y secuoyas de la costa llamado Redwoods and Climate Change Initiative (Iniciativa Secuoyas y Cambio Climático). Sillett y su equipo ataron una cuerda en el punto más alto del Presidente, a la que engancharon las cuerdas de escalada (con sistemas especiales para proteger el cámbium), se pusieron los arneses y los cascos y emprendieron el ascenso. Midieron el tronco a diferentes alturas, las ramas y los nudos; contaron las piñas, y tomaron muestras con un taladro esterilizado. Luego introdujeron las cifras en modelos matemáticos basados en datos de otras secuoyas gigantes. Así llegaron a saber que el Presidente tiene por lo menos 1.530 metros cúbicos de madera y corteza, y que a sus aproximada­mente 3.200 años sigue creciendo a buen ritmo. C­ontinúa inhalando grandes cantidades de CO₂ e incorporando el carbono a su celulosa, hemice­lulosa y lignina durante una estación de crecimiento interrumpida por un semestre de frío y nieve. No está mal tratándose de un abuelo.

Eso es lo más interesante de las secuoyas, me dijo Sillett. «Durante la mitad del año, la parte aérea no crece. Los árboles están envueltos en nieve.» Superan en crecimiento a su pariente de más tamaño, la secuoya de la costa, aun teniendo una temporada de crecimiento más corta.

Tiene todo el sentido del mundo, por lo tanto, que Michael (Nick) Nichols haya retratado al Presidente nevado. Nick y Jim Campbell Spickle, escalador experto, idearon un plan. Con un equipo de ayudantes y escaladores, visitaron la secuoya a mediados de febrero, cuando las má­­quinas quitanieves acumulaban en las cunetas 3,50 metros de nieve. Montaron un sistema de cuerdas en el Presidente y en otro gran ejemplar cercano, tanto para trepar como para subir las cámaras. Aguardaron a que cambiase el tiempo: cielo despejado, aguanieve, niebla y por fin, de nuevo, la nieve, el momento perfecto. Hicieron la fotografía. (En realidad tomaron muchas fotos, que después ensamblaron en el mosaico que aparece en el póster.) Cuando llegué al lugar, ellos ya estaban recogiendo los bártulos.

Nick había invertido más de 15 días en organizar la operación, componer la imagen y dirigirla desde el suelo, pero antes de que cayesen las últimas cuerdas, quiso trepar a la secuoya. No para tomar fotos, explicó. «Simplemente para despedirme.» Se puso un arnés y un casco, se enganchó a una cuerda, metió los pies en los estribos, se agarró al dispositivo ascensor y subió.

Cuando Nick hubo descendido, subí yo: despacio, con torpeza, ayudado por Spickler. Al cabo de media hora alcancé la cima del Presidente, a 60 metros de altura. Vi de cerca los grandes nudos, la corteza lisa y violácea de las ramas menores. Todo a mi alrededor era árbol vivo. Miré hacia arriba, con vértigo, y aprecié las finas grietas de la madera seca y los canales de cámbium que discurrían entre el tronco y las ramas como un río de vida. Un lugar maravilloso, pensé. Y añadí: una criatura maravillosa.

Al día siguiente, cuando ya se habían ido Nick y los demás, me calcé las raquetas de nieve y regresé al Presidente. Deseaba contemplarlo de nuevo. Durante unos momentos estuve mirándolo con la boca abierta. Era soberbio. Sereno. Me pregunté cuál sería su historia. Reflexioné sobre su longevidad y su entereza. El día era templado, y el árbol dejó caer de una de sus altas ramas una pella de nieve semiderretida que se deshizo en el aire, desintegrándose en minúsculos cristalitos centelleantes.

«¡Salud!», dije.