Federico el Grande

Federico el Grande, el rey que asombró a Europa

Federico II de Prusia causó sensación en el siglo XVIII con su talento de general, que el propio Napoleón admiraba, y por su adopción entusiasta de las ideas más avanzadas de la Ilustración

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Admirado por Napoleón

Federico el Grande libró en persona innumerables batallas, que le granjearon fama de comandante experto e incluso genial. Su mayor triunfo lo obtuvo en Leuthen, en 1757, frente a un ejército francoaustríaco que doblaba al suyo en efectivos. Napoleón consideraba esa batalla «una obra maestra de movimiento, maniobra y resolución».

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Talento de general y entusiasta ilustrado

Federico el Grande en 1764, junto al león de Baviera que le rinde pleitesía. J. H. C. Franke.

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Compositor y mecenas

Federico II tocando la flauta travesera en un concierto en el palacio de Sanssouci. Óleo por A. A. von Henzel. Siglo XIX.

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Esplendor dieciochesco

Sala de las Conchas en el Nuevo Palacio de Potsdam, próximo a Sanssouci y diseñado por Carl von Gontard en 1764.

Federico II de Prusia representa, quizá mejor que cualquier otro monarca, el modelo de rey ilustrado. Gran intérprete de flauta travesera, poeta notable, filósofo atento, erudito y amante de las letras, encarnó durante el siglo XVIII ese tipo de monarquía y de gobierno que tanto preconizaban los filósofos del Siglo de las Luces. Voltaire lo llamó el «Salomón del Norte», y le dedicó versos entusiastas, contraponiéndolo al monarca francés, el frívolo Luis XV.

Federico II era todo lo contrario a su progenitor, Federico Guillermo I, apodado el Rey Sargento por su marcial severidad. Apuesto, alto, delgado, con una mirada viva y penetrante, proveniente de unos ojos azules grandes y sensuales, y con la nariz algo arqueada, durante su juventud transmitía cierta inseguridad, a la que contribuía sin duda el carácter autoritario de su padre, que desaprobaba las aficiones artísticas del hijo y lo tildaba de afeminado. Harto de la disciplina y hasta de los malos tratos de su padre, cuando tenía 18 años el príncipe heredero quiso escapar a Inglaterra con varios oficiales, pero fue descubierto y encarcelado durante varios meses. El implacable Federico Guillermo ordenó decapitar al principal cómplice de su hijo, Katte, y obligó a éste a asistir a la ejecución.

Federico II de Prusia representa, quizá mejor que cualquier otro monarca, el modelo de rey ilustrado.

Gracias a una gobernanta y un preceptor emigrados de Francia, durante su infancia Federico aprendió francés a la perfección, hasta el punto de que se comunicaba en esa lengua con su hermana mayor. Federico hizo que en su corte tan sólo se hablara en francés, el idioma de la sociedad elegante y de la cultura avanzada en la época, mientras que despreciaba todo lo escrito en alemán. Compuso varios libros en la lengua de Molière, como su tratado juvenil Anti-Maquiavelo, en el que criticaba con dureza las intrigas y estrategias del autor italiano, así como numerosos opúsculos y prefacios en los que desarrollaba las ideas anticlericales y libertinas de la Ilustración. Por todo ello, en cuanto fue proclamado rey, Federico II se empeñó en atraer a su corte de Berlín a sabios y escritores franceses.

Rodeado de ateos

Uno de los primeros en llegar fue el matemático Pierre-Louis Maupertuis, a quien puso al mando de la Academia de Berlín. Maupertuis se había hecho famoso por haber demostrado que la tierra se achataba por los polos, como Newton había previsto en sus cálculos. Era un hombre de talla mediana, muy atildado, que vestía con extravagantes pelucas, y con un timbre de voz muy agudo. No obstante, a pesar de su coquetería, hizo una gran labor en la Academia y facilitó la llegada del pensamiento moderno científico a Prusia, en especial de las ideas de Isaac Newton.

La joya más preciada de aquella colección de sabios convocados en Berlín por el rey Federico de Prusia fue Voltaire

También acudió a la llamada de Federico de Prusia el médico Julien Offray de La Mettrie, famoso por su libro El hombre-máquina, en el que defendía una concepción materialista del ser humano que muchos tildaron de atea. La Mettrie era deslenguado, ingenioso, locuaz e irreverente, y pronto encontró en aquel ambiente de Prusia un espacio inmejorable para llevar a cabo todos sus excesos, ganándose así la simpatía del rey, que escribió a su muerte un caluroso elogio del filósofo. Otro autor atrevido que se presentó en la corte prusiana fue el marqués d’Argens, autor de un libro de contenido pornográfico titulado Teresa filósofa. El marqués, que era un hombre muy robusto y de casi dos metros de altura, era reticente a viajar a Prusia, por miedo a ser enrolado en la guardia personal del rey, compuesta de gigantes reclutados en medio mundo.

Pero la joya más preciada de aquella colección de sabios convocados en Berlín por el rey Federico de Prusia fue Voltaire, quien a mediados del siglo XVIII era el escritor más famoso de Francia y de toda Europa. Voltaire llegó a Prusia en 1750, tras la muerte de su amante, la marquesa Du Châtelet, y estuvo en la corte durante tres años. «Es un loco más en la corte de Prusia, y uno menos en la mía», declaró el rey de Francia, Luis XV, satisfecho de librarse de aquel incómodo autor.

Nada de mujeres

De esta manera, Federico II fue reuniendo poco a poco en torno suyo a un sorprendente, variado y heteróclito conjunto de filósofos, matemáticos, poetas y escritores perseguidos. El soberano y sus sabios a menudo cenaban juntos y departían durante largas sobremesas, en un ambiente en el que todo estaba permitido. Todo, salvo las mujeres: el género femenino no tenía entrada en palacio, y no porque, como decía Madame de Geoffrin (que dirigía un célebre salón mundano en París), las damas trivializasen la conversación, sino sencillamente porque al monarca prusiano no le interesaban. Voltaire lo explica en sus memorias: «Nunca entraban en palacio ni mujeres ni sacerdotes. En una palabra, Federico vivía sin corte, sin consejo y sin culto». En cambio, el rey sentía una sospechosa predilección por los jóvenes oficiales de la corte: «Cuando Su Majestad estaba vestido y calzado, mandaba llamar a dos o tres favoritos, bien lugartenientes de su regimiento, pajes, heiducos [soldados húngaros de infantería] o jóvenes cadetes. Tomaban café. Aquel a quien arrojaba el pañuelo se quedaba a solas con él medio cuarto de hora». Voltaire aclara sobre estos tête à tête: «Las cosas no llegaban hasta sus últimas consecuencias».

"Nunca entraban en palacio ni mujeres ni sacerdotes. En una palabra, Federico vivía sin corte, sin consejo y sin culto"

Voltaire se convirtió en el chambelán de Federico, y durante aquellos años asesoró literariamente al «Salomón del Norte». En realidad, le hizo de corrector, pulió sus versos, los mejoró y le propuso temas sobre los que versificar y mostrar su talento literario. Pero aquella relación idílica duró poco. Un día Voltaire se quejó ante La Mettrie: «El rey me envía su ropa sucia para que la lave», en referencia a que lo único que le pedía es que arreglara sus ejercicios literarios en francés. La Mettrie corrió a contárselo al rey y este replicó: «Lo necesitaré un año más. Se exprime la naranja y se tiran las mondas». Finalmente, no llegó a permanecer ese año que necesitaba el rey ilustrado: tras muchas dificultades, algunas de ellas muy traumáticas, Voltaire consiguió abandonar Prusia. A Federico II no le gustaba perder piezas de su colección, pero el filósofo francés estaba cansado de la vida de palacio y de las rivalidades con todos aquellos filósofos, especialmente con Maupertuis, con el que Voltaire mantuvo una agria y encendida polémica.

Esclavo del rey

Voltaire huyó entonces de Berlín y se propuso hacer un diccionario para uso de reyes: en ese texto «Mi amigo» significa «Mi esclavo», «Ven a cenar conmigo esta noche» hay que interpretarlo como «Me reiré de ti esta noche»… Más tarde Voltaire le escribiría unos versos desengañados: «Oh, Salomón del Norte, / Oh, rey filósofo, / cuya sabiduría contempla el universo entero…». No obstante, al poco tiempo el escritor francés recuperó la correspondencia con el monarca, una de las más ricas del filósofo, con un total de setecientas cartas intercambiadas.

A partir de la marcha de Voltaire, Federico II perdió parte de su interés en sus philosophes y se consagró a la carrera militar. En realidad, el rey nunca había olvidado esta faceta, todo lo contrario. En 1740, nada más acceder al trono, invadió por sorpresa la rica región de Silesia, hasta entonces en manos de Austria. La acción dio inicio a la guerra de la Sucesión de Austria, que se prolongaría durante ocho años y que permitiría a Federico revelar tanto sus dotes diplomáticas como su capacidad militar. La paz de Aquisgrán, que puso fin al conflicto en 1748, fue un triunfo para Prusia, que conservó la posesión de Silesia.

En la posterior guerra de los Siete Años, entre 1756 y 1763, provocada por el intento de María Teresa de Austria de recuperar Silesia, Federico volvió a obtener resonantes victorias en el campo de batalla: en Rossbach (5 de noviembre de 1757) derrotó a las tropas coaligadas de Francia y Austria, mientras que en Leuthen, justo un mes más tarde, doblegó al ejército austríaco en condiciones especialmente difíciles. Sin embargo, la contienda se volvió en contra del soberano prusiano, que vio cómo el ejército ruso, aliado de Austria y Francia, llegaba a ocupar Berlín, aunque finalmente Federico logró conservar su más preciada adquisición, Silesia.

Por el bien del reino

El autor del Anti-Maquiavelo, el libro pacifista e ilustrado de su juventud, se presentó así ante el mundo como un Maquiavelo redimido y sin complejos: un diplomático calculador y un comandante obsesionado con conquistar territorio. Pero no por ello dejó de ser, durante los 46 años de su reinado, un verdadero modelo del despotismo ilustrado en Europa. Expuso su filosofía en obras como Ensayo sobre las formas de gobierno (1777), en el que planteaba un Estado regido por un príncipe «que sea a la sociedad lo que la cabeza es al cuerpo». Federico fue también un partidario de la tolerancia religiosa: dio acogida a artesanos protestantes de Bohemia que huían de imposición de catolicismo por Austria, y permitió a los judíos gozar de libertad de enseñanza. Asimismo, el rey se interesó por el fomento de la economía y auspició numerosas experiencias de colonización agrícola y de repoblación, así como la industria textil. Sin embargo, no puso nunca en cuestión los intereses de los grandes terratenientes prusianos, los junkers, y tampoco olvidó que su prioridad era el poder militar: en 1786 Prusia, con apenas seis millones de habitantes, tenía un ejército de 195.000 hombres.

El de Federico el Grande nunca fue el reino que preconizaba la Ilustración pero hay que reconocer que fue quizás el que más se le acercó. Nos queda para la memoria ese monarca que fichó a las mentes más lúcidas de Europa; que componía e interpretaba la música más refinada de su tiempo (en especial de su compositor de cámara Johann Joachim Quantz, autor de bellas sonatas y conciertos), y que construyó un palacio en Potsdam para disfrute de las artes, que llamó Sanssouci («Sin preocupaciones»). Una figura inmensa, con luces y sombras, que sin duda hizo inmortal su reino, por lo que es recordado con el nombre de Federico el Grande.

PARA SABER MÁS

Federico el Grande de Prusia. Pedro Voltes. Palabra, Madrid, 2006.

Historia de Alemania. Mary Fulbrook. Akal, Madrid, 2009.