Es al anochecer cuando el volcán Kawah Ijen, situado en el este de la isla de Java, muestra su aspecto más fascinante. Este gigante de fuego, de 2.386 metros de altura, es uno de los 143 volcanes que se hallan en activo en el archipiélago de Indonesia, un país constituido por miles de islas que se asientan sobre una de las zonas de la Tierra con mayor actividad sísmica y volcánica: el Cinturón de Fuego del Pacífico.

El Kawah, parte del complejo volcánico Ijen, ubicado en el interior de una gran caldera de 20 kilómetros de diámetro, es un volcán muy singular. Y es que, a medida que la luz solar va languideciendo, sus laderas refulgen cubiertas por una miríada de llamas azules que parecen avanzar por las vertientes como espectros incorpóreos. Azules e iridiscentes como pequeños neones danzantes, las flamas fulguran de forma constante en el Kawah Ijen, pero son muy tenues y solo pueden distinguirse en la oscuridad. ¿Su origen? Reacciones químicas inducidas por ciertas circunstancias físicas.

La peculiaridad de este volcán es el descomunal acúmulo de azufre que alberga en su interior. Un elevado porcentaje de este elemento químico emerge en estado líquido y desciende creando ríos rojizos que se solidifican y cristalizan en contacto con la atmósfera; se originan así grandes bloques de color amarillo intenso. Otra gran parte del azufre, sin embargo, es eyectada en estado gaseoso.

«El Kawah Ijen es un estratovolcán que erupciona mediante explosiones freáticas y magmáticas que arrojan al exterior vapor, agua, ceniza y piedras –explica Joan Martí, investigador del CSIC y coordinador del Grupo de Volcanología de la Universidad de Barcelona–. El magma, extremadamente viscoso, circula a gran profundidad bajo la corteza y, si emerge en forma de lava, se solidifica rápido y avanza poco sobre el terreno. En cambio, la ingente cantidad de gas sulfuroso que se halla atrapado bajo la corteza se ve irremisiblemente impelido a buscar una salida hacia el exterior.»

Sometido a enormes presiones y a temperaturas de más de 600 °C, mucho más altas que su punto de ignición, de 360 °C, el gas es canalizado por cualquier vía de escape –una grieta, una fisura o una fumarola– y eyectado en plena combustión, envuelto en llamas. Una vez en el exterior, los gases de azufre arden de nuevo en contacto con el oxígeno, pero en cuanto la temperatura desciende, el gas se licúa y forma pequeños ríos de azufre líquido sobre los cuales «navegan» esos fuegos brillantes y azules, una tonalidad que se debe a la presencia de dióxido de azufre.

Estos llameantes ríos ácidos concluyen su recorrido en la cuenca de un gran lago ácido formado en el interior del cráter. Con un kilómetro de diámetro, es el mayor lago del mundo de estas características. Un lago humeante y caliente (a unos 40 °C de temperatura), de un increíble tono turquesa opalescente. Pero cuidado… aquí un baño sería la peor de las ocurrencias: contiene nada menos que 36 millones de metros cúbicos de ácido sulfúrico y ácido clorhídrico.

Centenares de mineros que trabajan en el interior del cráter arrancando y acarreando pesados bloques de azufre

Para Olivier Grunewald, autor de las mag­níficas imágenes que ilustran este reportaje y experimentado fotógrafo que lleva casi 20 años retratando los volcanes de nuestro planeta, el Kawah Ijen es un volcán diferente, especial. Lo visitó por primera vez en 2009 y pasó en su interior 30 noches junto al operador de cámara de vídeo Régis Etienne. «No es fácil instalarse dentro del cráter y trabajar con normalidad. A me­­nudo el aire es irrespirable, las emanaciones de gas son muy irritantes y a veces el humo es tan espeso que uno no distingue ni sus propias manos», explica. Todo ello por no hablar de lo extraordinariamente corrosivo que es el líquido que fluye por todas partes, debido al cual Grunewald tuvo que tirar un par de ópticas dañadas para siempre por el ácido.

Pero no solo era la belleza del Kawah Ijen lo que atrajo hasta aquí al fotógrafo parisino. Grunewald quería ver con sus propios ojos la realidad de los centenares de mineros que trabajan en el interior del cráter arrancando y acarreando pesados bloques de azufre sin ningún tipo de mecanización ni de protección. «Los mi­­neros empiezan a trabajar a las tres de la mañana, arrancan bloques de azufre en las orillas del lago, dentro del cráter, y los transportan hasta la cima. Desde allí se dirigen a la oficina de la empresa PT Candi Ngrimbi, que explota la mina desde 1967 y que les paga unos cinco céntimos de euro por cada kilo de azufre», relata Olivier.

Los mineros portean entre 70 y 90 kilos por viaje (un peso que supera el suyo propio) dentro de dos cestas de bambú unidas por un palo que cargan sobre sus hombros. Realizan un porteo al día, a veces dos, para cobrar al final de la jornada entre 4 y 8 euros, lo cual es bastante más de lo que ganarían en la mayoría de los trabajos disponibles. A cambio de acarrear esos pesados bloques minerales hasta la empresa explotadora, que no brinda a sus trabajadores ni contrato, ni seguro ni siquiera máscaras protectoras, podrán sacar adelante a su familia. El precio es alto, ya que tras años bregando en la mina la salud se ve gravemente dañada. Problemas respiratorios, artrosis, lesiones de espalda, irritación en los ojos y la garganta, además de daños irreparables en la dentadura, afectada por las partículas corrosivas. Sin embargo, los mineros lo tienen claro: el Kawah Ijen es su mejor opción.

Olivier Grunewald y Régis Etienne permanecieron tantas horas en las entrañas del volcán, tanto de día como de noche, que los mineros tuvieron claro que ambos realizaban un trabajo profesional del que querían hacerlos partícipes. Lo suyo no era la típica «visita de guiris», como la que realizan los turistas en verano; estos, sin ningún tipo de reparo, trastean sus cámaras entre los mineros, a los que sin ni siquiera preguntarles fotografían sin cesar «como si estuvieran paseándose por un zoo», afirma Grunewald.

Él y Etienne, provistos casi todo el tiempo de una máscara, incluso para dormir, captaron el alma y la esencia de aquellos trabajadores que extraen azufre del cráter, y también la de este volcán tan especial en el que hay que andar con mucho tiento. Porque aunque el Kawah Ijen no ha erupcionado de forma importante desde 1936, en los últimos 40 años hasta 74 mineros han perdido la vida a consecuencia de las frecuentes explosiones que liberan de forma súbita grandes nubes de azufre y llamaradas de hasta cinco metros de altura. Esas emanaciones repentinas envenenan el aire a unos niveles que pueden superar 40 ve­­ces los valores límites que en Europa se consideran seguros para la salud.

El Kawah Ijen es uno de los pocos lugares en el mundo donde se desarrolla una actividad minera tan primitiva

Pero aquí no existen más límites que los que resisten los «hombres fuertes de Java», que es como los lugareños denominan a los mineros, ni más seguridad que la que otorga la experiencia adquirida a fuerza de trastabillar por estos parajes. Son ya generaciones enteras las que han encontrado aquí una forma de tirar adelante cargando con un mineral omnipresente en un sinfín de procesos industriales como la fabricación de dinamita, cerillas, fertilizantes, líquido para baterías, ciertos productos cosméticos o en procesos como el blanqueado del azúcar o la vulcanización del corcho. Y hay trabajo para rato, porque el Kawah produce unas cinco o seis toneladas diarias de azufre.

Grunewald comenta que el Kawah Ijen es uno de los pocos lugares en el mundo donde se desarrolla una actividad minera tan primitiva. Pero no es el único volcán donde ha observado este fascinante fuego azul. Lo ha visto también surgir de las entrañas del Dallol, en Etiopía, y explica que se ha documentado también en la isla eolia de Vulcano y en el Vesubio. Fue en las cercanías de este último donde el 25 de agosto del año 79 el insigne naturalista Plinio el Viejo perdió la vi­­da, según dejó escrito su sobrino, Plinio el Joven.

Cuenta el escritor romano que antes del amanecer y en plena erupción del Vesubio, el sabio, fascinado por el espectáculo, fue acercándose cada vez más a la montaña hasta caer desvanecido. Quién sabe si, antes de morir, esas pequeñas llamas azules le dieron su última alegría.